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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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EL HOMBRE SOLO<br />

Ahora que el tiempo lo permitía se reunían al aire libre, alrededor de una mesita de<br />

la cafetería, bajo los árboles de Via Veneto.<br />

Los Groa, padre e hijo, llegaban primero. Y era tanta su soledad que, aunque<br />

estuvieran físicamente tan cercanos, parecían muy lejanos el uno del otro. En cuanto se<br />

sentaban, se hundían en un silencio desmemoriado que los alejaba también de todo, hasta<br />

el punto de que si algo por casualidad se ofrecía a sus ojos, tenían que frotarse los<br />

párpados para observarlo. Finalmente llegaban los otros dos, juntos: Filippo Romelli y<br />

Carlo Spina. Romelli era viudo desde hacía cinco meses; Spina era soltero. Mariano Groa<br />

se había separado de su mujer un año atrás y se había quedado con el único hijo de<br />

ambos, Torellino, estudiante de secundaria, espigado, de gran nariz y ojos lívidos y<br />

hundidos, un poco aviesos.<br />

Después de los saludos, una vez sentados alrededor de la mesa, raramente<br />

intercambiaban palabra alguna. Paladeaban una pequeña Pilsen, tomaban un sirope con<br />

una pajita, y se quedaban mirando. Miraban a todas las mujeres que pasaban por la calle,<br />

solas, con una amiga, o acompañadas por sus maridos —jovencitas, esposas, jóvenes<br />

madres con sus niños—, y a las que se bajaban del tranvía y se dirigían hacia la Villa<br />

Borghese, y a las que volvían en coche de caballos, y a las forasteras que entraban en el<br />

gran hotel de enfrente o salían de allí, a pie o en vehículo.<br />

No despegaban los ojos de una mujer si no era para pegarlos a otra, y la seguían con<br />

la mirada, estudiando cada movimiento o fijándose en algún rasgo: los senos, las caderas,<br />

el cuello, los brazos rosados visibles a través de los encajes de las mangas. Atontados y<br />

embriagados por todo aquel hervidero, por aquella bocanada de <strong>vida</strong>, por tanta variedad<br />

de aspectos y colores y expresiones, se perdían en una angustiosa ansia de sentimientos<br />

confusos y pensamientos y añoranzas y deseos, ora por una mirada fugaz, ora por una<br />

sonrisa leve de complacencia que conseguían captar en esta o en aquella mujer, entre el<br />

ruido de los vehículos y el piar denso y continuo que llegaba desde los árboles de las<br />

villas cercanas.<br />

Los cuatro, cada cual a su manera, sentían la necesidad ardiente de una mujer, de<br />

aquel bien que solo la mujer puede proporcionarle a una <strong>vida</strong>, que muchas de aquellas<br />

mujeres ya entregaban con su amor, con su presencia, con sus cuidados, tal vez sin ser<br />

bien recompensadas por sus ingratos compañeros.<br />

Apenas, por el aire triste de alguna, surgía esta duda en ellos, sus miradas se<br />

apresuraban a expresar una congoja intensa o una condena acerba o una adoración<br />

piadosa. ¿Y aquellas jovencitas? ¡Quién sabe lo mucho que estarían dispuestas a donar la<br />

alegría de su cuerpo! Y en cambio tenían que desperdiciarla en una espera quizás vana,<br />

entre reticencias fingidas en público y quién sabe qué deseos secretos.<br />

Y los cuatro suspiraban con aquel cuadro encantador ante sí, pensando en su propia<br />

casa sin mujer —vacía, abandonada, muda—, experimentando una profunda amargura.<br />

Filippo Romelli, el viudo, era bajito, aseado, con su traje de luto aún sin un pliegue,<br />

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