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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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está. Conclusión: o se va el murciélago, o se va su comedia. Si considera imposible<br />

eliminar al murciélago, póngase en las manos de Dios, querido Perres, con respecto al<br />

destino de su comedia. Ahora le voy a demostrar que conozco mi papel y que actúo con<br />

todo el empeño, porque me gusta. Pero esta noche no respondo de mis nervios.<br />

Todo escritor, cuando es un verdadero escritor, aunque sea mediocre, para quien lo<br />

esté mirando en un momento como aquel en que se encontraba Faustino Perres la noche<br />

antes del estreno, tiene esto de conmovedor, o también, si se quiere, de ridículo: que se<br />

deja secuestrar —él mismo antes que nadie, él mismo a veces solo entre todos— por lo<br />

que ha escrito, y llora y ríe y pone caras, sin saberlo, con las diferentes emociones de los<br />

actores en escena, con la respiración acelerada y el alma en suspenso y tambaleante, que<br />

le hace levantar ora esta, ora aquella mano, en acto de parar algo o de sostenerlo.<br />

Puedo asegurar, yo que lo vi y le hice compañía, que Faustino Perres, mientras estaba<br />

escondido detrás de los bastidores, entre los bomberos que estaban de guardia y los<br />

ayudantes de escena, durante todo el primer acto y durante parte del segundo, no pensó en<br />

absoluto en el murciélago, tan concentrado estaba en su trabajo e identificado con él. Y<br />

no quiero decir con esto que no pensaba en ello porque el murciélago no había hecho su<br />

habitual aparición en el escenario. No. No pensaba en ello porque no podía pensarlo. Es<br />

tan cierto que, cuando a la mitad del segundo acto, el murciélago al fin apareció, él ni se<br />

dio cuenta; ni tampoco entendió por qué yo lo tocaba con el codo y se giró a mirarme<br />

como un insensato:<br />

—¿Qué ocurre?<br />

Empezó a pensar en ello solo cuando el destino de la comedia, no por culpa del<br />

murciélago, ni por la aprensión de los actores a causa de él, sino por defectos evidentes<br />

del texto, empezó a ir mal. Ya el primer acto, para ser sincero, no había despertado más<br />

que unos pocos y tibios aplausos.<br />

—Oh, Dios mío, ahí está, mira… —empezó a decir el pobrecito, con sudores fríos; y<br />

se encogía de hombros, movía la cabeza hacia atrás o la inclinaba a un lado y al otro,<br />

como si el murciélago revoloteara alrededor suyo y quisiera evitarlo; se retorcía las<br />

manos, se cubría el rostro—. Dios, Dios, Dios, parece enloquecido… ¡Ah, mira, casi se<br />

tira a la cara de Rossi!… ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? ¡Piensa que justo ahora Gàstina<br />

entra en escena!<br />

—¡Cállate, por caridad! —lo exhorté, aferrándolo por los brazos e intentando sacarlo<br />

de allí.<br />

Pero no pude. Gàstina entraba por los bastidores de enfrente y Perres, mirándola,<br />

como fascinado, temblaba.<br />

El murciélago giraba en lo alto, alrededor de los ocho globos de la lámpara que<br />

colgaba del techo y Gàstina no parecía darse cuenta, claramente halagada por el gran<br />

silencio con el cual el público había recibido su aparición en la escena. Y la escena seguía<br />

en aquel silencio, y evidentemente gustaba al público.<br />

¡Ah, si aquel murciélago no estuviera ahí! ¡Pero ahí estaba! ¡Ahí estaba! El público<br />

no se daba cuenta de ello, concentrado en el espectáculo, pero ahí estaba, como si, a<br />

propósito, hubiera apuntado a Gàstina, precisamente a ella que, pobrecita, hacía todo lo<br />

que estaba en sus manos para salvar la comedia, conteniendo su creciente terror por<br />

aquella persecución obstinada y feroz de la bestia asquerosa y maldita.<br />

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