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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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hechos trizas, entonces Saro Trigona se ponía de pie, gritando:<br />

—¡Hago el órgano! ¡Hago el órgano!<br />

Perseguía, atrapaba a aquellos granujas; distribuía patadas, bofetadas, puñetazos,<br />

zurras; luego, como ellos se ponían a gritar en todos los tonos posibles, los disponía en<br />

fila, en orden de altura y así hacían el órgano.<br />

—¡Parados! Bellos… realmente bellos, ¡mira, Filippino! ¿No habría que retratarlos?<br />

¡Qué sinfonía!<br />

Don Filippino se tapaba los oídos, cerraba los ojos y pataleaba por la desesperación.<br />

—¡Échalos! Que lo rompan todo: que se lleven casa, árboles, todo, pero ¡dejadme en<br />

paz, por caridad!<br />

Don Filippino no tenía razón. Porque la prima, por ejemplo, nunca venía a verlo al<br />

campo con las manos vacías: le llevaba unas papalinas bordadas, con un precioso lazo de<br />

seda, ¿cómo no? <strong>La</strong> que llevaba en la cabeza, por ejemplo; o le traía un par de pantuflas,<br />

también bordadas por ella: las que llevaba en los pies. ¿Y la peluca? Regalo y atención<br />

del primo, para protegerlo de los frecuentes resfriados a los que tenía tendencia por la<br />

calvicie precoz. ¡Peluca de Francia! A Saro Trigona le había costado un ojo de la cara. ¿Y<br />

la mona, Tita? Ella también regalo de la prima: regalo sorpresa para alegrar el ocio y la<br />

soledad del buen primo exiliado en el campo. ¿Cómo no?<br />

—¡So burro, perdone, so burro! —le gritaba don Mattia Scala—. ¿Por qué aún me<br />

hace esperar para tomar posesión? ¡Firme el contrato, líbrese de esta esclavitud! Con el<br />

dinero que le doy, usted, sin vicios, con tan pocas necesidades, podría vivir los años que<br />

le quedan tranquilo, en la ciudad. ¿Está loco? Si pierde más tiempo por amor a Tita y a<br />

Virgilio, ¡se reducirá a mera limosna!<br />

Porque don Mattia Scala, no queriendo que la finca que ya consideraba suya se fuera<br />

a la ruina, había anticipado a Lo Cícero parte de la suma acordada.<br />

—Tanto para la poda, tanto para los injertos, tanto para el estiércol… ¡Don Filippino,<br />

descontamos, descontamos del total!<br />

—¡Descontamos! —suspiraba don Filippino—. Déjame aquí. En la ciudad, cerca de<br />

aquellos demonios, moriría a los dos días. A ti no te hago sombra. ¿No eres tú el dueño,<br />

querido Mattia? Puedes hacer lo que te parezca y te guste. Yo no te digo nada. Basta con<br />

que me dejes tranquilo…<br />

—Sí. Pero mientras tanto —le contestaba Scala—, ¡los beneficios los disfruta su<br />

primo!<br />

—¿Qué te importa? —le hacía observar Lo Cícero—. Ese dinero tendrías que<br />

dármelo todo de una vez, ¿no es cierto? En cambio si me lo das así, a plazos, pierdo yo,<br />

en el fondo, porque, descontando hoy, descontando mañana, un día de estos lo encontraré<br />

a faltar, mientras tú lo habrás gastado aquí, beneficiando a la tierra que entonces será<br />

tuya.<br />

IV<br />

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