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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Pero era cierto e innegable que Flavia estaba completamente de acuerdo con la<br />

manera de pensar del doctor: en las discusiones, desde hacía un tiempo muy frecuentes,<br />

siempre aprobaba con la cabeza las palabras de él, ella que en casa no hablaba nunca. Se<br />

había molestado. Si ella aprobaba aquellas ideas, ¿por qué no se las había manifestado<br />

antes? ¿Por qué no había discutido con él la educación de sus hijos, por ejemplo, si<br />

aprobaba los criterios rígidos del doctor, en lugar de los suyos? Y hasta había llegado al<br />

punto de acusar a la esposa de sentir poco amor hacia sus hijos. Pero tenía que decirlo si<br />

Flavia, pensando en conciencia que él educaba mal a sus hijos, siempre se había callado,<br />

esperando a que otra persona sacara el tema.<br />

Por otra parte, Sarti no tenía que inmiscuirse. Desde hacía un tiempo, a Gabriele le<br />

parecía que el amigo ol<strong>vida</strong>ba demasiadas cosas: que ol<strong>vida</strong>ba, por ejemplo, que se lo<br />

debía todo —o casi todo— a él.<br />

¿Quién, si no él, lo había, de hecho, sacado de la miseria en la cual las culpas de sus<br />

padres lo habían dejado? Su padre había muerto en la cárcel, por hurtos; de su madre, que<br />

se lo había llevado consigo al pueblo más cercano, había huido en cuanto tuvo uso de<br />

razón, tras entrever a qué tristes prácticas había recurrido para vivir. Pues bien, él lo había<br />

sacado de un mísero café donde se había rebajado a prestar servicio y le había encontrado<br />

un trabajito en el banco del padre; le había prestado sus libros, sus apuntes para hacerlo<br />

estudiar; le había, en fin, abierto el camino, entreabierto el porvenir.<br />

Y ahora Sarti había alcanzado un estatus seguro y tranquilo con su trabajo, gracias a<br />

sus dotes naturales, sin tener que renunciar a nada: era un hombre, mientras él… ¡él<br />

estaba al borde de un abismo!<br />

Dos golpes en la puerta de cristal, que daba a las habitaciones reservadas para la<br />

vivienda, despertaron a Gabriele de estas amargas reflexiones.<br />

—Adelante —dijo.<br />

Y Flavia entró.<br />

III<br />

Llevaba un vestido azul oscuro, que parecía pintado sobre su flexible y sinuosa<br />

silueta, y daba a su belleza rubia un relieve maravilloso. Le cubría la cabeza un rico pero<br />

sencillo sombrero, oscuro; aún se estaba abotonando los guantes.<br />

—Quería preguntarte —dijo—, si necesitas la carroza, porque hoy no hay forma de<br />

atar el bayo a la mía.<br />

Gabriele la miró, como si ella, tan elegante y tan ligera, llegara de un mundo ficticio,<br />

vaporoso, de ensueño, donde se hablaba un lenguaje ya totalmente incomprensible para<br />

él.<br />

—¿Cómo? —dijo—. ¿Por qué?<br />

—Bah, parece que lo hayan clavado, pobrecito. Cojea de una pata.<br />

—¿Quién?<br />

—El bayo, ¿no me oyes?<br />

—Ah —dijo Gabriele, sacudiéndose—. ¡Qué desgracia, caramba!<br />

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