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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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la fosa, con ella.<br />

Y él se hubiera ido abajo, con ella, de buena gana.<br />

—¡Sí, sí, te lo juro, tranquila! —le repetía en un torrente de lágrimas, contestando al<br />

gesto de aquellas manos y para calmar la ferocidad de aquellos ojos.<br />

¡En vano! <strong>La</strong> desesperación atroz en la cual aquella mujer moría por no querer, con<br />

obstinada injusticia —ni en aquel momento supremo—, confiar en él, concederle el<br />

aprecio que merecía, reconocer la verdad de su duelo, de aquellas lágrimas sinceras,<br />

exasperó tanto a Piovanelli, que en un determinado momento se puso a gritar como un<br />

loco, se arrancó el pelo, se golpeó las mejillas y se las arañó. Luego, poniéndose de<br />

rodillas delante de la cama, con los brazos levantados, exclamó:<br />

—¿Quieres que te jure que no me acercaré nunca jamás a una mujer, hasta que<br />

muera, porque las odio a todas? ¡Te lo juro! ¡Solamente viviré para nuestros hijos! ¿O<br />

quieres que me mate, aquí, delante de ti? ¡Estoy listo! ¡Pero piensa en nuestros pequeños<br />

y no te condenes por mí! ¡Oh Dios, qué cosa! Dios, Dios…<br />

Después del funeral, Teodoro Piovanelli vio encanecer sus sienes en pocos días.<br />

Durante nueve años enteros no había vivido más que por aquella mujer, absorto en el<br />

pensamiento de ella, único y atormentado, para que nunca tuviera razón de quejarse, de<br />

desconfiar de él en lo más mínimo; en asidua, escrupulosa, miedosa vigilancia de sí<br />

mismo. Había vivido nueve años casi con los ojos cerrados y con los oídos tapados, casi<br />

fuera del mundo, como si el mundo no existiera.<br />

Se sintió, de repente, perdido en el vacío, aniquilado.<br />

A su alrededor el mundo continuaba viviendo, con el traqueteo incesante, con los<br />

miles de detalles, con las ocupaciones diarias: él se había quedado fuera, encerrado en<br />

aquel círculo de clausura desconfiada, en aquella casa vacía, pero aún llena, como su<br />

alma, de las duras sospechas de su mujer.<br />

Se había sentido sustentado por estas sospechas, por el espíritu hostil y pronto, por la<br />

energía, a menudo agresiva, de aquella mujer, al vivir únicamente por ella y para ella.<br />

Ahora le parecía haberse quedado como un saco vacío.<br />

¿En quién confiar? ¿A quién confiarle la casa? ¿A quién confiarle sus hijos?<br />

Todo su mundo estaba allí, en aquella casa. Pero, ¿qué era ahora aquella casa, sin ella<br />

que la animaba completamente? Ni sabía moverse allí. ¿Cómo cuidar de los pequeños?<br />

No sabía por dónde empezar. En pocos días le tocaría volver a la oficina, ¿y aquellos<br />

pequeños?<br />

Ninguna sirvienta había durado más de seis meses en casa. Esta última llevaba pocos<br />

días, se había mostrado atenta en la desventura, parecía una buena viejita, pero, ¿podía<br />

confiar en ella?<br />

No. <strong>La</strong> mujer, por dentro, le decía que no. No en aquella sirvienta solamente, en<br />

ninguna sirvienta del mundo. No.<br />

Para vivir como ella quería, como le había jurado, tendría que dejar el trabajo y<br />

encerrarse en casa de la mañana a la noche. ¿Era posible? Tenía que trabajar. No podía<br />

interpretar también el papel de la mujer, que hacía todas las tareas de la casa. Era<br />

necesario que aquella sirvienta hiciera algo, en lugar de la mujer muerta. Sus hijos, no,<br />

sus hijos quería cuidarlos él: vestirlos por la mañana, prepararles el desayuno, luego<br />

llevar al mayor al colegio, servirles la comida y la cena por la noche, recitar con ellos las<br />

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