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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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padre pudiera darle, gracias a una herencia con condiciones de un viejo tío sacerdote. Su<br />

padre, además, no había evitado abofetearlo, darle patadas en el trasero y dejarlo varios<br />

días a pan y agua, arrojándole a la cara injurias e insultos de todo tipo. Pero Tommasino<br />

había soportado todo con firmeza pálida y dura; y había esperado que su padre se<br />

convenciera de que aquellos no eran los medios más adecuados para que su fe y su<br />

vocación regresaran.<br />

No le había dolido tanto la violencia como la vulgaridad del acto, tan contrario a la<br />

razón por la cual se había desvestido del hábito sacerdotal.<br />

Pero, por otro lado, había entendido que sus mejillas y el resto de su cuerpo tenían<br />

que ofrecerle a su padre una válvula de desahogo por el dolor que él también sentía, muy<br />

ardiente, por su <strong>vida</strong> irremediablemente derrotada y que ahora representaba un estorbo,<br />

allí en casa.<br />

Quiso demostrarles a todos que no había colgado los hábitos por ganas de empezar a<br />

«hacer el cerdo», como el padre, educadamente, había ido diciendo por todo el pueblo. Se<br />

encerró en sí mismo y no volvió a salir de su habitación, excepto para realizar algún<br />

paseo solitario, o hacia arriba por los bosques de castaños, hasta el Pian della Britta, o<br />

hacia abajo por el camino transitable del valle, entre los campos, hasta la iglesia<br />

abandonada de Santa Maria di Loreto, siempre absorto en meditaciones y sin levantar<br />

nunca los ojos hacia el rostro de nadie.<br />

También es cierto que el cuerpo, incluso cuando el espíritu se encierra en un dolor<br />

profundo o en una tenaz y ambiciosa obstinación, a menudo deja al espíritu congelado y,<br />

en silencio, sin decirle nada, se pone a vivir por su cuenta, a gozar del aire libre y de la<br />

comida sana.<br />

Así le pasó a Tommasino y se encontró en breve y casi en contra de su voluntad con<br />

un cuerpo bien saciado y florido, de padre abad, mientras su espíritu se entristecía y se<br />

afilaba cada vez más en meditaciones desesperadas.<br />

¡Ahora ya no era Tommasino! Se había convertido en «Tommasone Canta la<br />

Epístola». Todos, al mirarlo, le daban la razón a su padre. Pero en el pueblo se sabía<br />

cómo vivía el pobre joven y ninguna mujer podía decir que él la había mirado, ni siquiera<br />

de pasada.<br />

Tommasino ya no tenía conciencia de ser, igual que una piedra o una planta; no se<br />

acordaba ni de su propio nombre; vivía por vivir, sin saber vivir, como los animales,<br />

como las plantas; sin afectos, ni deseos, ni recuerdos, ni pensamientos; sin nada más que<br />

diera sentido y valor a su <strong>vida</strong>. Ahí estaba: tumbado en la hierba, con las manos<br />

entrelazadas detrás de la nuca, mirando, en el cielo azul, las blancas nubes deslumbrantes,<br />

llenas de sol; oyendo el viento que producía, entre los castaños del bosque, como un<br />

fragor marino, y en la voz de aquel viento y de aquel fragor oía, como desde una lejanía<br />

infinita, la vanidad de cada cosa y el tedio angustioso de la <strong>vida</strong>.<br />

Nubes y viento.<br />

Para él era suficiente saber que aquellas que navegaban luminosas por la exterminada<br />

vacuidad azul eran nubes. ¿Acaso la nube sabe que lo es? Ni sabían de ella los árboles ni<br />

las piedras, que se ignoraban también a sí mismos.<br />

Y él, advirtiendo y reconociendo las nubes, también podía (¿por qué no?) pensar en la<br />

<strong>vida</strong> del agua, que se hace nube para volver a ser agua de nuevo. Y si un pobre<br />

profesorucho de física bastaba para explicar esta metamorfosis, ¿quién explicaría el<br />

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