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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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interrumpida…<br />

En este instante, como si la agitación, crecida poco a poco, hubiera de repente cesado,<br />

él rompió en sollozos irrefrenables; luego, en medio de aquel llanto extraño, convulso,<br />

casi rabioso, levantó los brazos temblorosos, asfixiado, y desfalleció, perdiendo los<br />

sentidos.<br />

Flavia, perdida, asustada, pidió ayuda. Desde las habitaciones del banco llegaron<br />

Bertone y otro escribano. Levantaron a Gabriele, lo pusieron en el canapé, mientras<br />

Flavia, viéndole el rostro de una palidez cadavérica y mojado del sudor de la muerte, se<br />

revolvía, desesperada:<br />

—¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa? Dios, mire… ¡Ayuda!… ¡Ah, por culpa mía!<br />

El escribano corrió a llamar al doctor Sarti, que vivía allí cerca.<br />

—¡Por culpa mía!… ¡Por culpa mía!… —repetía Flavia.<br />

—No, señora —le dijo Bertone, sosteniendo amorosamente con un brazo la cabeza de<br />

Gabriele—. Desde la mañana… En verdad, ya desde hace tiempo, aquí… ¡Pobre hijo! Si<br />

usted supiera…<br />

—¡Sé, sé!<br />

—¿Y qué quiere, entonces? ¡Por fuerza!<br />

Mientras tanto urgía un remedio, urgía realmente. ¿Qué hacer? ¿Mojarle las sienes?<br />

Sí, pero quizás era mejor un poco de éter. Flavia tocó la campanilla, un camarero llegó.<br />

—¡El éter! ¡El frasco de éter, rápido!<br />

—¡Qué golpe, qué golpe… pobre hijo! —se lamentaba Bertone en voz baja,<br />

contemplando entre las lágrimas el rostro del dueño.<br />

—<strong>La</strong> ruina… ¿en serio? —le preguntó Flavia, con un escalofrío.<br />

—¡Si me hubiera escuchado!… —suspiró el viejo empleado—. Pero él, pobrecito, no<br />

había nacido para estar aquí.<br />

El camarero volvió corriendo, con el frasco de éter.<br />

—¿En el pañuelo?<br />

—¡No: mejor desde el frasco mismo! Aquí… aquí… —sugirió Bertone—. Póngale el<br />

dedo encima… así, para que pueda aspirar despacio…<br />

Lucio Sarti llegó, poco después, ansioso, acompañado por el escribano.<br />

Alto, de un aspecto tan rígido que despojaba de cualquier gracia a la fina belleza de<br />

sus facciones casi femeninas, Sarti llevaba un par de gafas pequeñas, muy pegadas a sus<br />

agudos ojos. Casi sin notar la presencia de Flavia, los apartó a todos y se inclinó para<br />

observar a Gabriele; luego, dirigiéndose a Flavia, que lo abrumaba con preguntas y<br />

exclamaciones por su ansiedad angustiosa, dijo con dureza:<br />

—No se comporte así, se lo ruego. Déjeme auscultar.<br />

Descubrió el pecho del yaciente y puso el oído a la altura del corazón. Auscultó<br />

durante un buen rato; luego se levantó, turbado, y se tocó en su propio pecho, como para<br />

buscar algo en los bolsillos interiores.<br />

—¿Y bien? —preguntó Flavia.<br />

Él sacó el estetoscopio y preguntó:<br />

—¿Hay cafeína en casa?<br />

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