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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Cimetta sacó una mano del bolsillo y agitó el dedo índice en señal de negación.<br />

—¿No cuenta? —dijo Corsi—. ¿Y entonces?… —intentó replicar, pero se reanimó<br />

—: ¡Eh, ya! Sí, sí… ¿Te lo crees? Me parecía que todo había terminado… ¡Adriana! —<br />

llamó y de nuevo le echó los brazos al cuello—. ¡Adriana! ¡Estoy perdido!<br />

Cimetta, conmovido, meció largamente la cabeza, luego resopló:<br />

—¿Y por qué? Por una tontería del pasado. Será difícil, dificilísimo, querido doctor,<br />

hacer que aquella muy respetable institución llamada jurado lo entienda. No tanto, vean,<br />

por el hecho en sí, cuanto porque Nori era un sustituto procurador del rey. ¡Si al menos<br />

fuera posible demostrar que el pobrecito ya se había dado cuenta de los cuernos<br />

precedentes! Pero, ¿con qué medios? Un muerto no puede ser llamado a decir la verdad<br />

sobre el juramento de su palabra de honor… El honor de los muertos se lo comen los<br />

gusanos. ¿Qué valor puede tener la inducción contra la prueba de hecho? Por otro lado,<br />

seamos justos: en su cabeza cada uno es dueño de sostener los cuernos que quiera. Los<br />

tuyos, querido Tommaso, está claro, no los quiso. Tú dices: «¿Podía dejar que me<br />

matara?». No. ¡Pero si querías que se hubiera respetado este derecho a que no te quitaran<br />

la <strong>vida</strong>, no tenías que ir a quitarle la mujer, aquella mona vestida de seda! Procediendo así<br />

(cuidado, ahora yo veo las razones de la acusación), tú mismo has derogado tu derecho, te<br />

has expuesto al riesgo, y por eso no tenías que reaccionar. ¿Lo entiendes? Dos fallos. Del<br />

primero, del adulterio, tenías que dejarte punir por él, por el marido ofendido; y tú en<br />

cambio lo has matado…<br />

—¡A la fuerza! —gritó Corsi, levantando el rostro rabiosamente contraído—.<br />

¡Instintivamente! ¡Para no permitir que me asesinara!<br />

—Pero enseguida, en cambio —replicó Cimetta— has intentado matarte con tus<br />

propias manos.<br />

—¿Y no tiene que bastar?<br />

Cimetta sonrió.<br />

—No puede bastar. ¡Al contrario, todo es en perjuicio tuyo, querido mío! Porque,<br />

intentando matarte, has reconocido implícitamente el fallo.<br />

—¡Sí! ¡Y me he castigado!<br />

—No, querido —dijo, con calma, Cimetta—. Has intentado sustraerte a la condena.<br />

—¡Pero quitándome la <strong>vida</strong>! —exclamó, inflamado, Corsi—. ¿Qué más podía hacer?<br />

Cimetta se encogió de hombros y dijo:<br />

—Hubieras tenido que morir. Al no haber muerto…<br />

—Pero habría muerto —insistió Corsi, alejando a la mujer y señalando violentamente<br />

al doctor Vocalòpulo—, ¡habría muerto si él no hubiera hecho de todo para salvarme!<br />

—¿Cómo… yo? —balbuceó Vocalòpulo, interpelado cuando menos se lo esperaba.<br />

—¡Usted! Sí. ¡A la fuerza! Yo no quería sus cuidados. A la fuerza ha querido<br />

ofrecérmelos, devolverme la <strong>vida</strong>. Y porque entonces, si ahora…<br />

—Con calma, con calma… —dijo Vocalòpulo, sonriendo nerviosamente, a flor de<br />

labios, consternado—. Se hace daño, agitándose así…<br />

—¡Gracias, doctor! Cuánta premura… —guiñó Corsi—. ¿Tanto le importa haberme<br />

salvado? ¡Oye, Cimetta, oye! Yo quiero razonar. Me había matado. Viene un doctor, este<br />

doctor nuestro. Me salva. ¿Con qué derecho me salva? ¿Con qué derecho me devuelve la<br />

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