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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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porque aquel hombre tenía el paladar fino. ¡Nunca probaría algo cocinado por otras<br />

manos!<br />

—¡Oh, qué bonito! ¡Qué bonito!<br />

Y se paró para admirar un prado, sobre el cual una multitud de briznas delgadas y<br />

rectas extendían una suerte de velo muy tenue, con sus penachos hermosos de un rojo<br />

oscuro. ¿Cómo se llamaba aquella graciosa planta?<br />

—¡Oh, es mala! —gruñó el señor Raspi—. Los animales no se la comen. Aquí la<br />

llaman escalerita. No sirve para nada, ¿sabe?<br />

Qué mirada le dirigió la generala a aquel hombre sabio cuya cara redonda y cuyos<br />

ojos porcinos exhalaban la beatitud de la estupidez más impenetrable. No entendía que, a<br />

ciertas horas poéticas, convenía admirar también las cosas que no sirven para nada.<br />

—San Romé, no lo pregunto porque tema cansarme, pero, digo, para calcular el<br />

tiempo, ¿cuánto falta aún para Roccia Balda?<br />

—¡Uh, mucho, señora mía! ¡Hay tiempo! —resopló San Romé—. Entre diez y doce<br />

kilómetros. Pero ahora vamos a entrar en el bosque.<br />

—¡Oh, qué bonito! ¡Qué bonito! —repitió la generala.<br />

San Romé no pudo aguantarla más y la dejó con Raspi. Más adelante, aquellas<br />

cotillas, Bongi y Tani, cogidas por la cintura, empezaron una conversación muy densa,<br />

interrumpida por breves risas o de vez en cuando se giraban hacia atrás para ver si alguien<br />

las estaba escuchando.<br />

En el último prado en pendiente dos viejas feas, arrugadas y entumecidas,<br />

custodiaban a unos terneros, hilando lana a la sombra de los primeros castaños del<br />

bosque.<br />

—¿Y la tercera Parca dónde está? —les preguntó fuerte y seriamente Biago Càsolo.<br />

Aquellas contestaron que no lo sabían, entonces Càsolo se puso a declamar:<br />

De los bellos terneros con el pecho cuadrado,<br />

Los lunados cuernos rectos en la cabeza,<br />

Dulces los ojos níveos que el dócil<br />

Virgilio amaba. 34<br />

El señor Raspi, de lejos, se puso a reír a su manera, como si llorara, y le preguntó a<br />

Càsolo:<br />

—¿Qué amaba Virgilio? ¿Los cuernos?<br />

—¡Sí, justamente los cuernos! —dijo la generala.<br />

Y todos estallaron en carcajadas.<br />

San Romé ya había avistado aquellos cuernos a lo lejos, y se sorprendía mucho de<br />

que los amigos los utilizaran para alusiones poéticas.<br />

Entraron en el bosque. Ahora todos aquellos queridos señores podrían distraerse,<br />

admirando —como hacía la generala casi por obligación y el señor Raspi para detenerse y<br />

retomar el aliento— una cascada espumosa, una fosa escarpada y oscura a la sombra de<br />

bajos alisos, una piedra en el río vestido de algas donde el agua rompía como si fuera de<br />

cristal, haciendo brotar un torbellino de escamas vivas; pero, ¡no, señores!, nadie percibía<br />

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