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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Entonces el motivo tenía que ser gravísimo. A todos les parecía que no se podía poner<br />

en duda una furiosa pasión, mantenida en secreto hasta ahora. Y quizás le había gritado a<br />

la cara, «¡Estúpida!», porque la señorita amaba al teniente De Venera y no a él. ¡Estaba<br />

claro! Y en verdad todos en el pueblo juzgaban que solo una estúpida podría enamorarse<br />

de aquel ridículo teniente De Venera. De Venera no podía creerlo, naturalmente, y por<br />

eso había pretendido una explicación.<br />

Por su parte la señorita Olga Fanelli juraba, con lágrimas en los ojos, que no podía ser<br />

aquella la razón del insulto, porque había visto a aquel joven solamente dos o tres veces, y<br />

que él, por otro lado, ni siquiera había levantado los ojos para mirarla; y de ninguna<br />

manera, ni con una señal mínima, le había dado a entender que anidaba por ella aquella<br />

furiosa pasión secreta de la que todos hablaban. Pero, ¿qué? ¡No! No era aquella: ¡la<br />

razón tenía que ser otra! Pero, ¿cuál? No se grita «¡Estúpida!» por nada a una señorita.<br />

Si todos, especialmente su padre y su madre, los dos padrinos, De Venera y la<br />

señorita, se morían por conocer la verdadera razón del insulto; más que nadie se moría<br />

Tommasino al no poderla decir, seguro como estaba de que, si la decía, nadie le iba a<br />

creer, y que, es más, a todos les parecería que quería añadir la irrisión a un secreto<br />

inconfesable.<br />

¿Quién creería, en verdad, que él, Tommasino Unzio, desde hacía un tiempo, en su<br />

creciente y cada vez más profunda melancolía, había sentido una piedad muy tierna hacia<br />

todas las cosas que nacen a la <strong>vida</strong> y duran poco, sin saber por qué, a la espera del<br />

agotamiento y de la muerte? Cuanto más las formas de <strong>vida</strong> eran lábiles e inconsistentes,<br />

tanto más lo enternecían, a veces hasta las lágrimas. ¡Oh! De cuántas maneras se nacía y<br />

por una sola vez y en aquella determinada forma, única, porque dos formas nunca eran<br />

iguales, y así durante poco tiempo, durante un solo día a veces y en un espacio<br />

pequeñísimo, con el mundo alrededor, enorme y desconocido, la vacuidad enorme e<br />

impenetrable del misterio de la existencia. Se nacía hormiguita y mosquito y brizna de<br />

hierba. ¡Una hormiguita en el mundo! Un mosquito en el mundo, una brizna de hierba. <strong>La</strong><br />

brizna de hierba nacía, crecía, florecía, se secaba, y adiós para siempre; nunca más sería<br />

la misma; ¡nunca jamás!<br />

Hacía un mes que Tommasino había seguido la breve historia —precisamente— de<br />

una brizna de hierba: de una brizna de hierba entre dos piedras atigradas de musgo, en la<br />

iglesia abandonada de Santa Maria di Loreto.<br />

<strong>La</strong> había seguido, casi con ternura maternal, en su crecimiento lento entre otras más<br />

bajas que estaban a su alrededor, y la había visto surgir, al principio tímida en su<br />

gracilidad temblorosa, más allá de las dos piedras en que estaba incrustada, con miedo y<br />

con curiosidad por admirar el espectáculo de la verde llanura que se abría ante ella; luego<br />

hacia arriba, siempre más alta, valiente, intrépida, con un pequeño penacho rojizo en la<br />

punta, como una cresta de gallo.<br />

Y cada día, durante una o dos horas, contemplándola y viviendo su <strong>vida</strong>, había<br />

titubeado con ella por cada leve soplo de aire; había corrido temblando en algún día de<br />

fuerte viento, o por temor de no llegar a tiempo para protegerla de un rebaño de cabras,<br />

que cada día a la misma hora pasaba por detrás de la iglesia, y a menudo se entretenía un<br />

poco arrancando de las piedras algún mechón de hierba. Hasta ahora, tanto el viento como<br />

las cabras habían respetado aquella brizna de hierba. Y la alegría de Tommasino al<br />

encontrarla allí, intacta, con su animoso penacho arriba, era inefable. <strong>La</strong> acariciaba, la<br />

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