La vida desnuda - Luigi Pirandello

Pronunció estas últimas palabras con una voz tan diferente y vibrante, con gestos tan
insólitos, que muchos clientes se giraron a mirarlo desde las mesitas de alrededor y
algunos se callaron.
La madre se despertó de repente y, arreglándose con prisa el gran nudo bajo la
barbilla, le dijo:
—Lao, Lao… te lo ruego, sé bueno…
Valdoggi lo miró, entre trastornado y asombrado, sin saber qué hacer.
—Ven, ven Valdoggi —retomó Griffi, lanzando miradas fulminantes a la gente que
se giraba—. Ven… Levántate, mamá. Quiero contarte… O pagas tú, o pago yo… Pago
yo, déjalo…
Valdoggi intentó oponerse, pero Griffi quiso pagar él: se levantaron y los tres se
dirigieron hacia la Piazza dell`Independenza.
—En Viena —prosiguió Griffi, apenas estuvieron lejos del café—, es como si hubiera
estado realmente. Sí… He leído guías, descripciones… He pedido informaciones,
aclaraciones a viajeros que han ido allí… He visto fotografías, panoramas, todo… en fin,
puedo hablar con solvencia de la ciudad, casi con conocimiento de causa, como se suele
decir. Y lo mismo con todos aquellos lugares de Alemania que habría podido visitar,
pasando la frontera, en mi viajecito de un mes. Sí… De Udine además, ni te hablo:
incluso he estado allí, quise ir por tres días y lo vi todo, lo examiné todo: traté de vivir en
tres días la vida que hubiera podido vivir allí, si el gobierno asesino no me hubiera dejado
en Potenza. Lo mismo hice en Bolonia. Y tú no sabes lo que quiere decir vivir la vida que
hubieras podido vivir, si un factor ajeno a tu voluntad, una contingencia imprevisible, no
te hubiera distraído, desviado, cortado tal vez la existencia, como me ha pasado a mí, ¿lo
entiendes?, a mí…
—¡Destino! —suspiró la vieja madre en este punto, con los ojos bajos.
—¡Destino!… —el hijo se dirigió a ella, con ira—. ¡Siempre repites esta palabra que
me pone de los nervios, maldita, lo sabes! Si dijeras al menos imprevisión,
predisposición… aunque sí, ¡la previsión! ¿De qué te sirve? Siempre estamos expuestos,
siempre, a la discreción de la suerte. Pero mira, Valdoggi, de qué depende la vida de un
hombre… Tal vez tú tampoco podrás entenderme bien, pero imagina a un hombre, por
ejemplo, que esté obligado a vivir encadenado a otra criatura, contra la que siente un odio
intenso, alimentado hora por hora por las reflexiones más amargas: ¡imagina! Oh, un día,
mientras estás desayunando (tú aquí, ella allí), conversando, ella te cuenta que cuando era
niña su padre estuvo a punto de irse, pongamos, a América, con toda la familia, para
siempre; o que faltó poco para que se quedara ciega por haber querido un día meter la
nariz en unos aparatos químicos de su padre. Pues bien: tú que sufres el infierno por culpa
de esta criatura, ¿puedes evitar la reflexión de que si un caso o el otro (ambos muy
probables) se hubieran dado, tu vida no sería la que es? ¡Mejor o peor, ahora poco
importa! Exclamarías para tus adentros: «¡Oh, si hubiera pasado! ¡Tú serías ciega, querida
mía, yo ciertamente no sería tu marido!». E imaginarías, a lo mejor compadeciéndola, su
vida de ciega y la tuya de soltero, o en compañía de una mujer cualquiera…
—Por eso te digo que todo es destino —dijo una vez más, muy convencida,
persistente, la viejita, con la mirada baja, andando con paso lento.
—¡Me atacas los nervios! —esta vez Lao Griffi gritó, en la plaza desierta—.
Entonces, ¿todo lo que pasa tenía que pasar fatalmente? ¡Falso! Podía no pasar, si… Y
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