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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Maldita la casa y maldita la finca, que ni lo dejaban ser un pobre de bien, pobre y<br />

loco, en medio de una calle, pobre sin preocupaciones, como tantos que conocía y por los<br />

cuales sentía una envidia angustiosa, en la exasperación en la que se encontraba.<br />

De repente Nina se tropezó, con las orejas rectas.<br />

—¿Quién hay ahí? —gritó Simone <strong>La</strong>mpo.<br />

Le pareció divisar, en la oscuridad, a alguien tumbado, en la baranda de un puente.<br />

—¿Quién hay ahí?<br />

El hombre tumbado levantó apenas la cabeza y emitió una suerte de gruñido.<br />

—¡Ah, tú, Nàzzaro! ¿Qué haces?<br />

—Espero a las estrellas.<br />

—¿Te las comes?<br />

—No, las cuento.<br />

—¿Y luego?<br />

Fastidiado por aquellas preguntas, Nàzzaro se sentó en la baranda y gritó iracundo,<br />

entre la densa barba encrespada:<br />

—¡Don Simo’, vamos, no moleste! ¡Sabe bien que a esta hora no negocio más y no<br />

quiero hablar con usted!<br />

Al decir esto, se tumbó de nuevo, boca arriba, en la baranda, a la espera de que<br />

salieran las estrellas.<br />

Cuando había ganado cuatro centavos, o almohazando a un par de animales o<br />

resolviendo algún otro encargo (siempre que fuera rápido), Nàzzaro se convertía en dueño<br />

del mundo. Dos sueldos de pan y dos de fruta. No necesitaba otra cosa. Y si alguien le<br />

proponía ganarse, además de aquellos cuatro sueldos, mediante algún otro encargo, una o<br />

tal vez diez liras, se negaba, contestando desdeñosamente de aquella manera tan suya:<br />

—¡No negocio más!<br />

Y se ponía a vagar por los campos o por la playa o por las montañas. Podían<br />

encontrárselo en cualquier parte, y donde menos se esperaría, descalzo, silencioso, con las<br />

manos entrelazadas tras la espalda y los ojos claros, caprichosos y risueños.<br />

—¿Quiere irse, en fin, sí o no? —gritó, sentándose de nuevo en la baranda, más<br />

adusto, viendo que el otro se había parado con la burra a contemplarlo.<br />

—¿Tú tampoco me quieres? —dijo entonces Simone <strong>La</strong>mpo, sacudiendo la cabeza—.<br />

Sin embargo, podríamos hacer una muy buena pareja, nosotros dos.<br />

—¡Usted tiene que emparejarse con el demonio! —farfulló Nàzzaro, volviendo a<br />

tumbarse—. ¡Está en pecado mortal, ya se lo he dicho!<br />

—¿Por aquellos pajaritos?<br />

—El alma, el corazón… ¿No le tortura el corazón? ¡Es por todas aquellas criaturas de<br />

Dios que se ha comido! Váyase… ¡Está en pecado mortal!<br />

—Arre —le dijo Simone <strong>La</strong>mpo a la burra.<br />

Tras avanzar unos cuantos pasos, se giró y le llamó:<br />

—¡Nàzzaro!<br />

El vagabundo no contestó:<br />

—Nàzzaro —repitió Simone <strong>La</strong>mpo—. ¿Quieres venir conmigo a liberar a los<br />

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