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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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un parterre, y concentraba toda la atención en ello, beato; luego, antes de cansarse, volvía<br />

a cerrar los ojos y sentía un extravío dulce de embriaguez y desvariaba en una delicia<br />

inefable.<br />

Todo, todo había terminado; la <strong>vida</strong> volvía a empezar ahora… Pero, ¿acaso se había<br />

quedado suspendida también para los demás? No, no: un ruido de vehículo… Fuera, en<br />

las calles, durante todo aquel tiempo la <strong>vida</strong> había seguido su curso…<br />

Sintió como un picor irritante en el vientre por este pensamiento que oscuramente lo<br />

contrariaba y volvió a mirar la lana verde de la manta, donde le parecía ver el campo: aquí<br />

la <strong>vida</strong>, sí, empezaba de nuevo verdaderamente, con todas aquellas briznas de hierba… Y<br />

también así volvía a empezar para él… Se asomaría a la <strong>vida</strong> completamente renovado…<br />

¡Un poco de aire fresco! Ah, si el médico hubiera querido abrirle un poquito la ventana…<br />

—Doctor —llamó, y su misma voz le provocó una impresión extraña.<br />

Pero nadie contestó. Intentó mirar por la habitación. Nadie… ¿Y eso? ¿Dónde estaba?<br />

—¡Adriana! ¡Adriana! —una angustiosa ternura por la mujer lo venció y se puso a<br />

llorar como un niño, en el deseo ardiente de echarle los brazos al cuello y estrecharla<br />

fuerte, fuerte, contra su pecho… Llamó de nuevo, en el dulce llanto:<br />

—¡Adriana! ¡Adriana!… ¡Doctor!<br />

¿Nadie lo oía? Consternado, sofocado, extendió un brazo hacia el timbre de la mesita,<br />

pero advirtió enseguida un agudo pinchazo, que lo mantuvo un rato casi sin respiración,<br />

con el rostro pálido, contraído por el espasmo; luego llamó, llamó furiosamente. El doctor<br />

Sià llegó, con su aire de espíritu:<br />

—¡Aquí estoy! ¿Qué pasa, señor Tommaso?<br />

—¡Solo! Me han dejado solo…<br />

—¿Y bien? ¿Y por qué esta agitación? Aquí estoy.<br />

—No. ¡Adriana! Llame a Adriana… ¿Dónde está? Quiero verla.<br />

Ahora venía con reclamaciones, ¿eh? El doctor Sià adoptó una expresión de pena e<br />

inclinó la cabeza a un lado:<br />

—¡Así no! Si no se calma, no.<br />

—¡Quiero ver a mi mujer! —replicó Corsi, molesto, imperioso—. ¿Puede usted<br />

prohibírmelo?<br />

Sià sonrió, perplejo.<br />

—Mire… quisiera que… No, no, cállese: voy a llamarla.<br />

No fue necesario. Adriana estaba detrás de la puerta: se secó rápidamente las<br />

lágrimas, entró, se lanzó sollozando en los brazos del marido, como en un abismo de<br />

amor y de desesperación. Al principio él sintió solamente la alegría de tener así,<br />

estrechada, a su adorada esposa: su calor, el olor de su pelo, lo embriagaban. Cuánto,<br />

cuánto, cuánto la amaba… Pero, de repente, la oyó sollozar. Intentó levantarle con las dos<br />

manos la cabeza que se hundía en él, pero no tuvo la fuerza y se giró, aturdido, hacia el<br />

doctor Sià. Este se acercó y obligó a la señora a dejar la cama; la condujo, sosteniéndola<br />

en aquella crisis violenta de llanto, fuera de la habitación; luego volvió al convaleciente.<br />

—¿Por qué? —le preguntó Corsi, aturdido.<br />

Un pensamiento le atravesó la mente, en un instante. Sin preocuparse por la respuesta<br />

del médico, Corsi cerró los ojos, doliente. «No me perdona», pensó.<br />

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