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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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De repente, por la escalera, se oyó el griterío, mientras la gente subía con prisa.<br />

Ciertamente el portero había abierto de nuevo el portón y la multitud curiosa había<br />

invadido la entrada.<br />

Los dos guardias se opusieron a la irrupción.<br />

—¡Déjenme pasar! —gritaba entre la muchedumbre, en los últimos escalones,<br />

haciéndose hueco con los brazos, una señora alta, huesuda, vestida de negro, con el rostro<br />

pálido, deshecho, y el pelo árido, aún negro, a pesar de la edad y los evidentes<br />

sufrimientos. Se giraba ora a un lado ora al otro, como si no viera: en efecto, tenía la<br />

mirada casi apagada en los párpados inflamados, entreabiertos. Cuando por fin llegó ante<br />

la puerta, con la ayuda de un joven bien vestido, que iba detrás suyo, los guardias la<br />

detuvieron:<br />

—¡No se entra!<br />

—¡Soy la madre! —contestó imperiosamente y, con un gesto que no admitía réplicas,<br />

apartó a los guardias y entró en la casa.<br />

El joven bien vestido se deslizó dentro, detrás de ella, como si él también fuera de la<br />

familia.<br />

<strong>La</strong> recién llegada se dirigió a una habitación en penumbra, con una única ventanita de<br />

hierro cerca del techo. Como no distinguía nada, llamó fuerte:<br />

—¡Adriana!<br />

Esta, entre las dos vecinas que intentaban consolarla en vano, dio un brinco, gritando:<br />

—¡Mamá!<br />

—¡Ven! ¡Ven conmigo, hija mía! ¡Pobre hija mía! ¡Vámonos enseguida! —dijo con<br />

prisa la vieja señora, con la voz vibrante de desdén y de dolor—. ¡No me abraces! ¡No<br />

tienes que quedarte aquí ni un minuto más!<br />

—¡Oh! ¡Mamá! ¡Mamá! —lloraba, mientras tanto, Adriana, con los brazos al cuello<br />

de la madre. Esta se liberó del abrazo, gimiendo:<br />

—¡Hija desgraciada, más que tu madre!<br />

Luego, dominando la emoción, retomó con el tono de antes:<br />

—¡Un sombrero, enseguida! ¡Un chal! Coge este mío… Vámonos ahora mismo, con<br />

los niños… ¿Dónde están? Ya me arden los pies aquí… ¡Maldice esta casa, como yo la<br />

maldigo!<br />

—Mamá… ¿Qué dices, mamá? —preguntó Adriana, perdida en el dolor atroz.<br />

—Ah, ¿no lo sabes? ¿Aún no sabes nada? ¿No te han dicho nada? ¿No has<br />

sospechado nada? ¡Tu marido es un asesino! —gritó la vieja señora.<br />

—¡Pero está herido, mamá!<br />

—¡Se ha herido solo, con sus propias manos! Ha matado a Nori, ¿entiendes? Te<br />

traicionaba con la mujer de Nori… Y ella se ha tirado por la ventana…<br />

Adriana gritó y se abandonó sobre su madre, desmayándose. Pero la señora,<br />

sosteniéndola, sin prestarle atención, continuaba diciéndole, temblando:<br />

—Te ha dejado por aquella… Por aquella… A ti, hija mía, ángel mío, que él no era<br />

digno ni de mirar… ¡Asesino! Por aquella… ¿Entiendes? ¿Lo entiendes?<br />

Y con una mano le tocaba ligeramente el hombro, acariciándola, casi meciéndola con<br />

aquellas palabras.<br />

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