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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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como el niño que había sido por aquella santa madre mía, de la cual sí, sí, todavía quería<br />

recibir piedad por el frío y el cansancio que yo sentía, aunque acababa de desear su<br />

muerte, pobre mamá, santa, que había perdido tantas noches por mí, cuando era pequeño<br />

y estaba enfermo… ¡Ah! Estrangulado por la angustia, me puse a pasear por la<br />

habitación.<br />

Pero no podía mirar nada más, porque los objetos de la habitación me parecían vivos,<br />

en su inmovilidad suspendida: allí la arista iluminada del armario, aquí la manzana de<br />

latón del armazón, sobre la cual acababa de pasar la mano. Desesperado, me senté detrás<br />

del escritorio de la menor de mis hijas, la nieta que aún hacía los deberes en la habitación<br />

de la abuela. No sé cuánto tiempo me quedé allí. Sé que cuando ya el día estaba claro,<br />

después de un tiempo incalculable, durante el cual no había advertido en absoluto ni el<br />

cansancio ni el frío ni la desesperación, me encontré con el librito de geografía de mi hija<br />

bajo los ojos, abierto en la página 75, borroneado en los márgenes y con una mancha de<br />

tinta celeste sobre la eme de Jamaica.<br />

Había estado todo aquel tiempo en la isla de Jamaica, donde están las Montañas<br />

Azules, en cuyo oriente las playas se elevan gradualmente hasta juntarse con la dulce<br />

inclinación de cerros amenos, en su mayoría separados unos de los otros por amplios<br />

valles llenos de sol, y cada valle tiene su río y cada cerro su catarata. Había visto, bajo las<br />

aguas transparentes, los muros de las casas de la ciudad de Port Royal, hundidas en el mar<br />

por un terremoto terrible; las plantaciones de azúcar y café, de trigo de India y de Guinea;<br />

las florestas de las montañas; había sentido y respirado con satisfacción indecible el hedor<br />

graso y caliente del estiércol en los grandes establos de los ganados; pero realmente había<br />

sentido y había respirado, realmente había visto todo, con el sol de aquellos prados, con<br />

los hombres y con las mujeres y con los jóvenes como son allí, que llevan las canastas a<br />

cuestas y vierten la cosecha del café en las plazas soleadas, para que se seque; con la<br />

certeza precisa y tangible de que todo esto era real, en aquella parte del mundo tan lejana;<br />

tan real que podía sentirlo y oponerlo como una realidad igualmente viva a la que me<br />

rodeaba allí, en la habitación de mi madre moribunda.<br />

Ahí está: no se necesita nada más que esta certeza de una realidad viva en otro lugar,<br />

lejana y diferente, que contraponer, una y otra vez, a la realidad presente que les oprime;<br />

pero así, sin ninguna lógica, ni de contraste, sin ninguna intención, como algo que es<br />

porque sí, y que ustedes no pueden hacer que sea diferente. Ese es el remedio que les<br />

aconsejo, amigos míos. El remedio que yo encontré, de forma imprevista, aquella noche.<br />

Y para no divagar demasiado y guiarles de alguna manera la imaginación, para que<br />

no se canse más de lo debido, hagan como he hecho yo, que he asignado a cada uno de<br />

mis cuatro hijos y a mi esposa una parte de mundo, en la cual me pongo a pensar<br />

enseguida, apenas ellos me fastidian o me afligen.<br />

Mi mujer, por ejemplo, es <strong>La</strong>ponia. ¿Quiere de mí algo que no le puedo dar? Apenas<br />

empieza a pedírmelo, ya estoy en el Golfo de Botnia, amigos míos, y le digo seriamente,<br />

como si nada:<br />

—Ume, Lule, Pite, Skellefte…<br />

—Pero, ¿qué dices?<br />

—Nada, querida. Los ríos de <strong>La</strong>ponia.<br />

—¿Y qué tienen que ver los ríos de <strong>La</strong>ponia?<br />

—Nada, querida. No tienen nada que ver. Pero existen y ni tú ni yo podemos negar<br />

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