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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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VII<br />

Con las noticias de mejoría, de próxima curación, había crecido la vigilancia en casa<br />

del herido. El doctor Vocalòpulo, temiendo que la autoridad judicial transmitiera<br />

inoportunamente la orden de trasferirlo a la cárcel, pensó en ir a ver a un abogado amigo<br />

suyo y de Corsi, a quien este ciertamente confiaría su defensa, para pedirle que fuera con<br />

él a dar su palabra ante el magistrado: que el enfermo no intentaría de ninguna manera<br />

huir de la justicia.<br />

El abogado Camillo Cimetta aceptó la invitación. Era un hombre de unos sesenta<br />

años, delgado, muy alto, con piernas realmente largas. En el rostro delgado, amarillento,<br />

enfermizo, le resaltaban los ojitos negros, agudos, de una vivacidad extraordinaria. Docto<br />

más en Filosofía que en Derecho, escéptico, oprimido por el aburrimiento de la <strong>vida</strong>,<br />

cansado por las amarguras que esta le había provocado, nunca había puesto ningún<br />

empeño en conservar la fama de la que gozaba y que le había procurado una riqueza que<br />

no sabía en qué gastar. Su esposa, una mujer bellísima, insensible, despótica, que lo había<br />

torturado durante años, se había muerto por neurastenia; su única hija había huido de casa<br />

con un mísero escribano de su estudio y había muerto durante el parto, después de haber<br />

sufrido un año de maltratos por parte del indigno marido. Se había quedado solo, sin<br />

propósitos en la <strong>vida</strong>, y había rechazado cualquier cargo honorífico, la satisfacción de<br />

hacer valer sus habilidades, infrecuentes en una gran ciudad. Y mientras sus colegas se<br />

presentaban en el banquillo de la acusación o de la defensa armados con sofismas e<br />

inflados de normas jurídicas, o se llenaban la boca con palabras altisonantes, él, que no<br />

podía soportar la toga que el ujier le ponía en los hombros, se levantaba con las manos en<br />

los bolsillos y se ponía a hablarles con la máxima naturalidad a los jurados y a los jueces,<br />

por las buenas, intentado presentar con la mayor claridad posible algún pensamiento que<br />

pudiera impresionarlos; destruía con argucias irresistibles las magníficas arquitecturas<br />

oratorias de sus adversarios y así conseguía, a veces, superar los confines formalistas del<br />

triste ambiente judicial, para que soplara un hálito de <strong>vida</strong>, un soplo doloroso de<br />

humanidad, de piedad fraterna, más allá de la ley y por encima de ella, para el hombre<br />

nacido para sufrir y para errar.<br />

Obtenida del magistrado la promesa de que el traslado a la cárcel no ocurriría sin el<br />

consentimiento del médico, el abogado Cimetta y el doctor Vocalòpulo se fueron juntos a<br />

la casa de los Corsi.<br />

En pocos días Adriana había cambiado tanto que ya no parecía la misma.<br />

—Aquí está, señora, nuestro querido abogado —le dijo Vocalòpulo—. Será mejor<br />

preparar al convaleciente poco a poco a la cruda realidad…<br />

—¿Y cómo, doctor? —exclamó Adriana—. Parece que todavía no tenga ni la más<br />

lejana sospecha. Es como un niño… se conmueve por todo… Justo esta mañana me decía<br />

que, apenas pueda moverse, quiere ir al campo, de vacaciones, durante un mes…<br />

Vocalòpulo suspiró, apretándose la nariz como siempre. Se quedó pensativo, luego<br />

dijo:<br />

—Esperemos unos días más. Mientras tanto hagamos que vea a su abogado. No es<br />

posible que no se le pase por la cabeza el pensamiento del castigo.<br />

—¿Y usted cree, abogado —preguntó Adriana—, que será grave?<br />

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