La vida desnuda - Luigi Pirandello

esultado del duelo cuyas condiciones, lo sabía, serían muy duras.
Ya que estaba en el baile, quería bailar. El doctor Loero impuso las condiciones:
pistola. ¡Muy bien! Pero yo pretendí, entonces, que se hiciera a quince pasos. Y escribí
una carta, la víspera, que me hace reír demasiado cada vez que vuelvo a leerla. Usted no
puede imaginar qué tipo de burradas le acuden a la mente a un hombre en semejantes
situaciones.
Nunca había manejado armas. Le juro que, instintivamente, cerraba los ojos,
disparando. El duelo se hizo arriba, en la Faggeta. Los primeros dos disparos fueron al
aire; al tercer disparo… no, el tercer tiro también fue al aire; fue el cuarto; al cuarto
disparo, ¡mire qué cabeza dura la del doctor!, la bala vio en lugar de mis ojos y se fue a
marcarlo en la frente, pero no le rajó el hueso, se deslizó bajo el cuero cabelludo y le salió
por atrás, por la nuca.
En el momento pareció muerto. Todos nos acercamos; yo también; pero uno de mis
padrinos me aconsejó que me alejara, que me subiera a un vehículo y huyera por el
camino de Chiusi.
Me escapé.
Al día siguiente supe de qué se trataba; y también supe algo más, que me llenó de
alegría y de pena al mismo tiempo: de alegría por mí, de pena por mi adversario, quien,
después de una bala en la frente, pobre hombre, no se lo merecía, de verdad.
Al abrir los ojos, en el Hospital de la Cruz Verde, el doctor Loero vio ante sus ojos un
espectáculo bellísimo: ¡mi mujer, postrada a su cabecera, para asistirlo!
La herida se curó en unos quince días: de mi mujer, querido señor, no se ha curado
jamás.
¿Vamos a por el segundo vaso?
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