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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Làbiso, a vivir en un pedacito de tierra estrecho como un pañuelo, anticipándole la dote<br />

de sus cinco hijas; desde hacía tiempo le había echado el ojo a las tierras de Lopes, pero<br />

este, enojado, teniendo que deshacerse después de unas malas cosechas de una parte de su<br />

finca, se había contentado con venderla, a un precio menor, a un extraño: a Scala.<br />

En pocos años, volcándose en el trabajo para distraerse de sus desventuras, don<br />

Mattia había mejorado tanto aquellas pocas hectáreas de tierra que ahora los amigos, el<br />

mismo Lopes, casi no las reconocían y hablaban maravillas de ellas.<br />

En realidad, Lopes se consumía por los celos. Pelirrojo, con la cara pecosa y muy<br />

descuidado, solía llevar el sombrero calado hasta la nariz, como para no ver nada ni a<br />

nadie, pero debajo del ala de aquel sombrero una mirada oblicua se escapaba de vez en<br />

cuando, inesperadamente, de aquellos grandes ojos verdosos en los que parecía anidar el<br />

sueño.<br />

Dada la vuelta a la finca, los amigos se reunían en el patio delantero de la granja.<br />

Allí, Scala los invitaba a sentarse en el pequeño muro que limitaba la meseta donde la<br />

granja estaba edificada. A los pies del declive, en la parte trasera, surgían, como para<br />

proteger la granja, unos chopos negros, muy altos. Don Mattia no entendía por qué Lopes<br />

los había plantado allí.<br />

—¿Qué hacen aquí? ¿Alguien sabe decírmelo? No dan frutos y estorban.<br />

—Derríbelos usted y haga de ellos carbón —le contestaba, indolente, Lopes.<br />

Pero Butera aconsejaba:<br />

—Antes de derribarlos, hay que ver si alguien se los queda.<br />

—¿Y quién se los quedaría?<br />

—¡Bah! Los que hacen santos de madera.<br />

—¡Ah! ¡Los santos! ¡Mira, mira! Ahora entiendo —concluía don Mattia— por qué<br />

los santos ya no hacen milagros: ¡si los hacen con esta madera!<br />

En aquellos chopos, al crepúsculo, se daban cita todos los pájaros del cerro y con su<br />

gorjeo denso y ensordecedor, molestaban a los amigos que se entretenían hablando, como<br />

siempre, sobre las azufreras y sobre los daños de las empresas mineras.<br />

Casi siempre empezaba a hablar Nocio Butera, quien era tanto el hacendado más rico<br />

como también el más panzón de todos aquellos campos. Era abogado, pero solamente una<br />

vez, poco después de haber obtenido la licenciatura, había intentado ejercer la profesión:<br />

se había confundido en su primera arenga, y se había quedado allí, perdido, con lágrimas<br />

en los ojos, como un niño. Delante de los jurados y de la Corte había levantado los brazos<br />

con los puños cerrados, en contra de la Justicia representada en la bóveda con la balanza<br />

en la mano, gimiendo, exasperado: «¿Eh, qué? ¡Dios santo!» porque, pobre joven, había<br />

sudado la camisa para aprenderse la arenga de memoria y creía poderla recitar bien, muy<br />

bien, toda seguida, sin detenerse.<br />

De vez en cuando, alguien le recordaba aún aquel fiasco famoso:<br />

—¡Eh, qué, don No’, Dios santo!<br />

Y ahora Nocio Butera fingía reírse de ello, mascullando: —Ya… ya… —mientras se<br />

rascaba con las manos regordetas las patillas negras en las mejillas rubicundas o se<br />

colocaba bien las gafas de oro en la nariz con forma de chichón o en las orejas. En<br />

verdad, hubiera podido reírse de corazón porque, si como abogado había hecho aquella<br />

pésima prueba, como cultivador de campos y administrador de bienes, vamos, se llevaba<br />

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