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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Por su parte, los visitantes, después de haberle estrechado la mano suspirando y con<br />

los ojos cerrados, se sentaban a lo largo de las paredes y nadie hablaba y todos parecían<br />

sumergidos en el gran dolor del hijo. Evitaban mirarse entre ellos, como si a cada uno le<br />

molestara que los otros hubieran ido allí a demostrar su mismo pésame.<br />

Todos deseaban irse, pero cada uno esperaba a que los demás se fueran antes, para<br />

decir en voz baja, cara a cara, una palabrita a don Arturo.<br />

Y de esta manera nadie se iba.<br />

<strong>La</strong> habitación ya estaba llena y los que iban llegando no encontraban sillas y todos se<br />

irritaban en silencio y envidiaban a los hermanos Morlesi, que al menos no se daban<br />

cuenta del tiempo que pasaba, porque, como siempre, los cuatro se habían dormido<br />

profundamente nada más sentarse.<br />

Al fin, el barón Cerrella, pequeño y redondo como una pelota, resoplando, se levantó<br />

primero, o más bien se bajó de la silla y dri dri dri, con un crujir muy irritante de los<br />

zapatos de cuero, fue hasta el diván, se inclinó hacia don Arturo y le dijo despacio:<br />

—Padre Filomarino, ¿me permite una palabra…?<br />

Aunque estuviera afligido, don Arturo se puso en pie:<br />

—¡Aquí estoy, señor barón!<br />

Y lo acompañó, atravesando toda la habitación, hasta el recibidor. Volvió poco<br />

después, resoplando, y se despatarró en el sofá, pero no pasaron ni dos minutos hasta que<br />

otro se levantó y fue a repetirle:<br />

—Padre Filomarino, ¿me permite una palabra…?<br />

Después de los primeros, empezó el desfile. Uno por turno, cada dos minutos, se<br />

levantaba y… Pero después de cinco o seis don Arturo no esperó a que viniesen a rogarle<br />

al diván al fondo de la habitación; apenas veía a uno que se levantaba, acudía rápido y<br />

disponible y lo acompañaba al recibidor.<br />

Por cada uno que se iba, llegaban otros dos o tres a la vez y aquel suplicio amenazaba<br />

con no terminar nunca, durante todo el día.<br />

Afortunadamente, a las tres de la tarde, no llegó nadie más. En la habitación estaban<br />

solamente los hermanos Morlesi, sentados uno al lado del otro, los cuatro en la misma<br />

postura, con la cabeza colgando sobre el pecho.<br />

Hacía casi cinco horas que dormían allí.<br />

Don Arturo ya no se sostenía sobre las piernas. Indicó con un gesto desesperado los<br />

cuatro durmientes a la joven ama de llaves napolitana.<br />

—Usted váyase a comer, don Arturí —dijo ella—. Yo me ocupo de ellos.<br />

Al ser despertados, después de haber mirado en derredor con los ojos desorbitados y<br />

rojos de sueño, los hermanos Morlesi quisieron decirle ellos también una palabrita en<br />

confianza a don Arturo, y en vano él intentó hacerles entender que no hacía falta, que ya<br />

había entendido y que haría todo lo posible para contentarlos, como a los demás, hasta<br />

donde podía. Los hermanos Morlesi no querían solamente pedirle, como todos, que su<br />

letra de cambio le llegara a él en el reparto de los créditos, también querían hacerle notar<br />

que su letra de cambio ya no era, como figuraba, de mil liras, sino solamente de<br />

quinientas.<br />

—¿Y cómo? ¿Por qué? —preguntó, ingenuamente, don Arturo.<br />

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