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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Todos, en verdad, decían que tenía que haber azufre también bajo el cerro. Aquellas<br />

crestas de cal silícea en la cima y más abajo las rocas del afloramiento lo daban a<br />

entender; los ingenieros de minas habían confirmado el rumor varias veces.<br />

Pero los dueños de aquellos campos, aunque tentados insistentemente con ricos<br />

ofrecimientos, no solamente no habían querido alquilar nunca el subsuelo, sino que<br />

tampoco habían cedido a la tentación de practicar ellos mismos, por curiosidad, alguna<br />

catadura, superficialmente.<br />

El campo estaba ahí, tendido al sol, todos podían verlo: sujeto sí a las malas cosechas,<br />

pero también compensado por las buenas; la azufrera, al contrario, era ciega y cuidado<br />

con caerse en ella. Cambiar lo cierto por lo incierto sería empresa de locos.<br />

Tales consideraciones, que cada uno de los dueños del cerro confirmaba<br />

continuamente en la mente de los demás, querían ser como un empeño de todos en resistir<br />

unidos a las tentaciones, a sabiendas de que si uno solo cedía y una azufrera surgía allá en<br />

medio, todos sufrirían por ello; y entonces, empezada la destrucción, otras bocas de<br />

infierno se abrirían y en pocos años todos los árboles, todas las plantas morirían,<br />

intoxicadas por el humo y, ¡adiós campo!<br />

II<br />

Entre los que eran más tentados se encontraba don Mattia Scala, que poseía una finca<br />

con un hermoso horizonte de almendros y olivos a mitad de la cuesta del cerro, donde,<br />

para desairarlo, el mineral afloraba con más ricas promesas.<br />

Muchos ingenieros del Cuerpo de Minas habían ido a observar, a estudiar aquellos<br />

afloramientos y a tomar muestras. Scala los había recibido como un marido celoso puede<br />

recibir al médico que va a su casa para visitar a la esposa por algún mal secreto.<br />

No podía cerrarles la puerta a los ingenieros gubernamentales que venían por el deber<br />

que su oficio implicaba. Pero se desahogaba maltratando a los que venían a proponerle la<br />

cesión o el alquiler del subsuelo de parte de unos ricos productores de azufre o de alguna<br />

sociedad minera.<br />

—¡Y un cuerno: voy a cederos nada! —gritaba—. Tampoco si me ofrecieran los<br />

tesoros de Creso, ni si me dijeran: Mattia, pica aquí como las gallinas, encontrarás tanto<br />

azufre que te harás de repente más rico que… ¿qué digo? ¡Que el rey Fàllari! 3 No picaría,<br />

palabra de honor.<br />

Y si aquellos insistían un poquito más:<br />

—¡En fin: os vais! ¿O llamo a los perros?<br />

A menudo repetía esa amenaza de los perros, porque la cancilla de su finca daba al<br />

camino de herradura que atravesaba el cerro, cabalgándolo, y que servía de atajo a los<br />

obreros de las azufreras, a los maestros de obras, a los ingenieros directores, quienes del<br />

pueblo cercano se iban al valle o volvían de allí. Justamente a estos últimos parecía que<br />

les gustara hacerlo enojar y al menos una vez a la semana se paraban frente a la cancilla,<br />

viendo que don Mattia estaba cerca, para preguntarle:<br />

—¿Aún nada?<br />

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