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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Le contestaron los cuatro a la vez, corrigiéndose y ayudándose para terminar el<br />

discurso:<br />

—Porque su papá, que en paz descanse, desgraciadamente…<br />

—No, desgraciadamente… por… por exceso de…<br />

—De prudencia, ¡ahí está!<br />

—Ya, ahí está… nos dijo, firmen por mil…<br />

—Y es cierto que los intereses…<br />

—Como aparecerá en el registro…<br />

—¡Intereses del veinticuatro, don Arturí! ¡Del veinticuatro! ¡Del veinticuatro!<br />

—Se los hemos pagado solamente por quinientas liras, puntualmente, hasta el día<br />

quince del mes pasado.<br />

—Resultará del registro…<br />

Don Arturo, como si sintiera correr el viento del infierno en aquellas palabras, hacía<br />

una mueca con los labios y resoplaba, pasándose las puntas de las manos inmaculadas<br />

sobre las cejas.<br />

Se mostró agradecido por la confianza que ellos, como todos los demás, depositaban<br />

en él y dejó entrever también la esperanza de que él, como buen sacerdote, no pretendería<br />

la restitución de aquel dinero.<br />

Cuando se supo en el pueblo que don Arturo Filomarino, en casa del abogado elegido<br />

para el reparto de la herencia, discutiendo con los otros herederos sobre los innumerables<br />

créditos, no había querido contentarse con la propuesta de sus cuñados (es decir, que<br />

fuera nombrado un liquidador de confianza común, el cual, poco a poco, concediendo<br />

ampliaciones y renovaciones de los créditos, los liquidaría a los intereses más que<br />

honestos del cinco por ciento, mientras lo mínimo que el suegro solía pretender era del<br />

veinticuatro); más que antes se confirmó en todos los deudores la esperanza de que él,<br />

generosamente, con un gesto de verdadero cristiano y ministro de Dios, no solamente<br />

abonaría por completo los intereses de los que tuvieran la suerte de caer en sus manos,<br />

sino que, quizás, perdonaría y condonaría también las deudas.<br />

Hubo otra procesión a su casa. Todos rogaban, todos suplicaban para estar entre los<br />

afortunados y no paraban de mostrarle y hacerle partícipe de las miserables desgracias de<br />

su existencia.<br />

Don Arturo ya no sabía cómo esconderse; le dolían los labios de tanto resoplar; no<br />

tenía ni un minuto de tiempo, asediado como estaba, para ir a ver a monseñor <strong>La</strong>ndolina y<br />

pedirle consejo y no veía la hora de poder volver a Roma a estudiar. Siempre había vivido<br />

para el estudio, ignorante de todas las cosas del mundo.<br />

Cuando al fin se hizo el difícil reparto de todos los créditos y él tuvo entre las manos<br />

el paquete de letras de cambio que le había tocado, sin ver ni de quiénes eran para no<br />

añorar a los excluidos, sin contar ni a cuánto ascendían, se fue al colegio de los Oblatos<br />

para ponerse en manos de monseñor <strong>La</strong>ndolina.<br />

El consejo de él sería ley.<br />

El colegio de los oblatos estaba en el punto más alto del pueblo. Era un vasto y muy<br />

antiguo edificio cuadrado y oscuro por fuera, consumido por el tiempo y las estaciones;<br />

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