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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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marido. ¡Y está bien! ¿Qué necesidad había, pregunto yo, de venirme a restregar por la<br />

cara lo que yo dentro de mí ya sabía, y había visto con mis ojos y casi tocado con mis<br />

propias manos?<br />

Vamos, vamos. Ánimo. Bebamos de nuevo. Bebamos.<br />

Una noche estaba en el balcón, contemplando el espectáculo magnífico del amplio<br />

valle bajo la luna.<br />

Mi mujer ya se había ido a la cama.<br />

Usted me ve tan gordo y quizás no me supone capaz de conmoverme por un<br />

espectáculo de la naturaleza. Pero crea que tengo un alma más bien delgada. Tengo un<br />

alma con el pelo rubio y con el rostro muy dulce, diáfano y afilado, y con los ojos color<br />

del cielo. Un alma, en fin, que parece una inglesita, cuando, en el silencio, en la soledad,<br />

se asoma a las ventanas de estos ojos míos de buey y se enternece a la vista de la luna o<br />

con el campanilleo de los grillos esparcidos por la campiña.<br />

Los hombres de día, en las ciudades, y los grillos de noche, en los campos, no se dan<br />

paz. ¡Linda profesión, la del grillo!<br />

—¿Qué haces?<br />

—Canto.<br />

—¿Y por qué cantas?<br />

Ni él lo sabe. Canta. Y todas las estrellas tiemblan en el cielo. Usted las mira.<br />

¡Preciosa profesión, también la de las estrellas! ¿Qué hacen allí arriba? Nada. También<br />

miran al vacío y parece que por ello las recorra un continuo escalofrío. Si supiera cuánto<br />

me gusta el búho que, en medio de tanta dulzura, se pone a sollozar desde lejos,<br />

angustiado. Él llora por la dulzura.<br />

Basta. Miraba conmovido, como le he dicho, aquel espectáculo, pero ya sentía un<br />

poco de fresco (eran las once pasadas) y estaba por retirarme, cuando oí tocar fuerte y<br />

largamente a la puerta, en la calle. ¿Quién podía ser a aquella hora?<br />

El doctor Loero.<br />

En un estado, señor mío, que inspiraba compasión incluso a las piedras.<br />

Borracho perdido.<br />

Cinco o seis médicos habían venido, desde Florencia, Perugia y Roma, por el<br />

tratamiento del agua, y él, con el farmacéutico, había considerado adecuado ofrecer una<br />

cena a sus colegas en el Hospital de la Cruz Verde, detrás de la Colegiata, cerca de Rori.<br />

¡Qué alegre, como usted puede imaginar, una cenita en el hospital! ¡Y qué<br />

tratamiento de agua! Se habían emborrachado todos, como… no digamos cerdos, porque<br />

los cerdos, pobrecitos, realmente no tienen esta costumbre.<br />

¿Qué idea se le había ocurrido, con el vino? Venir a inquietarme a mí, que era aquella<br />

noche, como le he dicho, todo claro de luna.<br />

Se tambaleaba y tuve que sostenerlo hasta el balcón. Allí me abrazó fuerte y me dijo<br />

que me quería, que me quería como a un hermano y que toda la noche les había hablado<br />

de mí a sus colegas, de mi hígado y de mi estómago destrozados, que le importaban tanto,<br />

tanto que, pasando por delante de mi puerta, no había podido evitar visitarme, temiendo<br />

que al día siguiente no podría ir a las termas, porque (¡no lo diría, eh!) había bebido un<br />

poquito demasiado. Yo le daba las gracias, imagínese, y lo invitaba a volver a su casa, ya<br />

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