La vida desnuda - Luigi Pirandello

abrazarlo, Teodoro Piovanelli, que ya temblaba, la rechazó, se llevó las manos al rostro y
vaciló, como asaltado por un vértigo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella, sorprendida, un poco consternada; y lo llevó a
sentarse en el sofá.
Un conato de llanto le recorrió los hombros. Ella intentó quitarle las manos del rostro,
pero él sacudió la cabeza rabiosamente.
—¡No! ¡No!
—¿Lloras? —le preguntó la mujer, luego, después de haber visto el sombrero fajado
de luto—: Acaso… ¿acaso ha muerto?…
Él contestó que sí con la cabeza.
—Ah, pobrecito… —suspiró ella, piadosamente.
No intentó retenerlo más, lo acompañó, doliente, hasta la puerta. Luego allí,
segurísima de que volvería, le preguntó, con voz triste y con una sonrisa triste:
—Te espero, ¿eh, Doro?… Pronto…
Pero él se había puesto sobre la boca el pañuelo de rayas negras, y no le contestó.
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