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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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dónde sacaba aquella voz tan grave?) se tumbaba en el suelo, boca arriba y esperaba que<br />

ella, después de haber simulado que se iba, retrocediera con el mismo ímpetu y le saltara<br />

encima; la abrazaba y se dejaba morder felizmente el morrito y las orejas.<br />

En fin, se había realmente enamorado de ella; y así, rudo y sin cola, pobre Pallino, sus<br />

muecas hacia aquella nada de pelos eran de una ridiculez compasiva.<br />

<strong>La</strong> perrita se llamaba Mimì y se alojaba con su dueña en la Pensión Ronchi.<br />

Su dueña era una señorita americana, algo entrada en años, que vivía en Italia desde<br />

hacía tiempo (en busca de marido, decían las malas lenguas).<br />

¿Por qué no lo encontraba?<br />

No era fea: alta, delgada y también sinuosa; ojos hermosos, bonito pelo, labios<br />

carnosos, encendidos, y un aire de nobleza y una cierta gracia melancólica en todo el<br />

cuerpo y en el rostro. Y además miss Galley vestía con simplicidad, elegante y bonita, y<br />

llevaba unos sombreros enormes, ondulados, de velos largos y tenues, que le quedaban de<br />

maravilla.<br />

No le faltaban pretendientes; es más, siempre tenía alrededor dos o tres a la vez, y<br />

todos, al principio, conscientes de que era americana, estaban animados por los propósitos<br />

más serios; pero luego… Eh, luego, hablando, tanteando el terreno… Ahí estaba: pobre<br />

no era, y se veía en la manera en que vivía; pero miss Galley tampoco era rica. Y<br />

entonces… ¿entonces porque era americana?<br />

Sin una buena dote, tanto valía casarse con una señorita paisana. Y todos los<br />

pretendientes se retiraban puntualmente, en orden, al enterarse. Miss Galley sufría y se<br />

desahogaba con caricias efusivas a su pequeña, querida y fiel Mimì.<br />

¡Pero si hubieran sido solamente caricias! Miss Galley la quería soltera, siempre<br />

soltera, solterona como ella, a su pequeña, querida y fiel Mimì. ¡Oh, ella sabría protegerla<br />

de la trampa de los hombres! Constituía un problema que un perrito se le acercara. Miss<br />

Galley la cogía en brazos enseguida y la castigaba si Mimì —que ya tenía cinco años y no<br />

sabía entender por qué razón, si su dueña se quedaba soltera, tenía que quedarse soltera<br />

ella también— se rebelaba; la golpeaba si agitaba las patitas para regresar al suelo, si<br />

alargaba el cuello o ponía el morrito bajo el brazo de su tirana para ver si el perrito<br />

enamorado aún seguía allí.<br />

Por fortuna, esta custodia cruel se hacía menos rigurosa cada vez que un nuevo<br />

pretendiente venía a reverdecer las esperanzas de miss Galley. Si Mimì hubiera podido<br />

razonar y reflexionar sobre la mayor o menor libertad que disfrutaba, podría argumentar<br />

acerca de la esperanza que la nueva aventura alimentaba en el corazón incansable de su<br />

dueña, pajarito con el pico siempre abierto.<br />

Aquel verano, en Chianciano, Mimì era muy libre.<br />

De hecho, en la Pensión Ronchi, había un señor, un hombre guapo de más de<br />

cuarenta años, muy moreno, precozmente canoso, pero con los bigotes aún negros (quizás<br />

demasiado), muy elegante, que había llegado a Chianciano para los quince días del<br />

tratamiento, y sin embargo llevaba allí más de un mes y no parecía querer irse, aunque al<br />

llegar hubiera declarado que tenía asuntos muy urgentes que atender en Roma, que se<br />

habían postergado con dificultad y no sin grave riesgo. No decía de qué género eran estos<br />

asuntos; había viajado mucho y daba muestras de conocer bien Londres y París y de tener<br />

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