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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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cuando el alma vuelva a caer, como un globo inflado, en el pantano de la <strong>vida</strong> ordinaria.<br />

Oh, entonces…<br />

Miren: vuelvo de Roma, donde en el ministerio del cual dependo me han reprobado<br />

solemnemente, donde mis maestros de la Universidad <strong>La</strong> Sapienza me han recibido con el<br />

más frío desdén, porque no he cumplido —dicen— lo que todos esperaban de mí; y aquí,<br />

miren, aquí tengo un diario donde se dice, a propósito de mi libro, que soy un cínico vil y<br />

basto, que me nutro de las malignidades más bajas de la <strong>vida</strong> y del género humano: yo. Sí,<br />

señores. Quisieran de mí, de mis escritos, luz, luz de idealismo, fervor de ideas, y qué sé<br />

yo…<br />

Sí, señores.<br />

Aquí tenemos un bellísimo terremoto.<br />

Hubo otro, quince años atrás, cuando vine como profesor de filosofía al liceo de<br />

Reggio Calabria.<br />

El terremoto de entonces no fue realmente como este último. Pero las casas, lo<br />

recuerdo, se tambalearon mucho. Los techos se abrían y se cerraban como si fueran<br />

párpados. En mi habitación, a través de una de estas aberturas momentáneas, desde mi<br />

cama, con estos ojos, pude ver la luna en el cielo, una magnífica luna que miraba plácida<br />

en la noche la danza de todas las casas de la ciudad.<br />

Joven y, en aquel entonces, sí, encendido por tanta luz de idealismo y lleno de fe y de<br />

sueños, me sobresalté enseguida por el terror que me invadió en un primer momento —<br />

héroe, héroe yo también, créanlo, y sublime— por los gritos desesperados de las tres<br />

criaturitas que dormían en la habitación vecina a la mía, y de los dos ancianos abuelos y<br />

de su hija viuda, que me hospedaban.<br />

Con un solo par de brazos, entenderán, no es posible salvar a seis personas, todas de<br />

una vez, sobre todo cuando la escalera ha caído y hay que bajar por un balcón, primero a<br />

una terracita y luego de allí a la calle.<br />

¡Uno por uno, con la ayuda de Dios!<br />

Y salvé a cinco, mientras los movimientos de tierra continuaban a poca distancia uno<br />

del otro, sacudiendo y amenazando con romper la baranda del balcón. Hubiera podido<br />

salvar también a la sexta si la furia y el terror no la hubieran empujado a intentar<br />

insensatamente salvarse por su cuenta.<br />

Díganme ustedes: ¿a quién tenía que salvar antes? A los tres niños, ¿no? Después a la<br />

mamá.<br />

¡Se había desmayado! Y la empresa fue aún más difícil. No, digo mal: el salvamento<br />

del viejo padre paralítico fue más difícil todavía, también porque ya casi no tenía fuerzas,<br />

apenas sostenidas por el ánimo. Pero había que tener, ¿sí o no?, una consideración mayor<br />

por aquel pobre viejo enfermo, que no podía valerse por sí mismo.<br />

Pues bien, su vieja esposa no lo veía así; quería ser salvada, no solamente antes que el<br />

marido paralítico, sino antes que todos, y gritaba, bailaba por la rabia y el terror en el<br />

balcón destrozado, arrancándose el pelo, insultándome a mí, a su hija, a su marido, a sus<br />

nietos.<br />

Mientras yo bajaba con el viejo desde la terraza hasta la calle, ella, sin esperarme, se<br />

confió a la sábana que colgaba del balcón y bajó. Al ver que saltaba por la baranda de la<br />

terraza, le grité desde la calle que me esperara, que enseguida iba a recogerla, y cogí<br />

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