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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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abanico, y el hombre se echaba hacia delante para repetirle a su hija:<br />

—Titina, acuérdate del dedal.<br />

Más de un cliente había intentado empujar al molesto hijo del abogado hacia aquellos<br />

tres; pero el chico, espantado por aquel aspecto fúnebre, había retrocedido, arrugando la<br />

nariz.<br />

El reloj de péndulo ya casi marcaba las doce, cuando, tras haberse ido más o menos<br />

satisfechos todos los otros clientes, el escribano, viéndolos aún allí, inmóviles como<br />

estatuas, les preguntó:<br />

—¿Y a qué esperan para entrar?<br />

—Ah —dijo el hombre, levantándose con las dos mujeres—. ¿Podemos?<br />

—¡Claro que pueden! —resopló el escribano—. ¡Hubieran podido ya desde hace<br />

rato! Dense prisa, porque el abogado sale a mediodía. ¿Perdonen, sus nombres?<br />

El hombre, por fin, se quitó el sombrero y, de repente, descubriendo la cabeza calva,<br />

descubrió también el martirio que le había causado aquella chaqueta terrible: infinitos<br />

riachuelos de sudor le brotaron del rosáceo cráneo y le inundaron el rostro exangüe y<br />

consumido.<br />

—Piccirilli Serafino.<br />

III<br />

El abogado Zummo creía haber terminado por aquel día y estaba ordenando los<br />

papeles en el escritorio para irse, cuando vio ante sí aquellos tres nuevos y desconocidos<br />

clientes.<br />

—¿Ustedes? —preguntó sin ocultar su molestia.<br />

—Piccirilli Serafino —repitió el hombre fúnebre, inclinándose aún más y mirando a<br />

su mujer y a su hija para ver cómo hacían la reverencia.<br />

<strong>La</strong> hicieron bien e, instintivamente, él acompañó con el cuerpo sus movimientos de<br />

macacos amaestrados.<br />

—Siéntense, siéntense —dijo el abogado Zummo, abriendo exageradamente los ojos<br />

ante el espectáculo de aquella mímica—. Es tarde. Tengo que irme.<br />

Los tres se sentaron enseguida delante del escritorio, embarazadísimos. <strong>La</strong><br />

contracción de la tímida sonrisa, en el rostro céreo de Piccirilli, era horrible: te estremecía<br />

el corazón. ¡Quién sabe cuánto hacía que aquel pobre hombre no se reía!<br />

—Mire, señor abogado…<br />

—Hemos venido —le interrumpió la hija.<br />

Y la madre, con los ojos hacia el techo, resopló:<br />

—¡Cosas del otro mundo!<br />

—En fin, que hable uno solo —dijo Zummo, el ceño fruncido—. Clara y brevemente.<br />

¿De qué se trata?<br />

—Mire, señor abogado —continuó Piccirilli, tragando un poco de saliva—. Hemos<br />

recibido una citación.<br />

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