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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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Sí, porque, a ver, en el fondo, era viudo, pero apenas: se podía decir que casi no había<br />

tenido tiempo de estar casado. Y en cuanto a los hijos, sí, existían, pero no eran suyos. <strong>La</strong><br />

casa, mientras tanto, hasta la mayoría de edad de ellos, que aún eran tan pequeños, era<br />

para él, y también el fruto de la dote que, junto con su sueldo de profesor, producía unos<br />

ingresos más que considerables.<br />

Todas las madres y las señoritas del vecindario habían hecho este cálculo. Pero el<br />

profesor Erminio Del Donzello estaba seguro de que atraería todas las furias del infierno<br />

si hacía su elección en el seno de aquel vecindario.<br />

Temía, y con razón, sobre todo a las suegras. Porque cada una de aquellas madres<br />

desilusionadas se convertiría enseguida en una suegra para él; todas se constituirían en<br />

madres póstumas de su pobre esposa difunta, y en abuelas de los dos huérfanos. ¡Y qué<br />

madre, qué abuela, qué suegra sería, por ejemplo, aquella señora Ninfa de la casa de<br />

enfrente, quien —más que el resto— le había hecho y le continuaba haciendo apremiantes<br />

exhibiciones de servicios de todo tipo, junto con su hija Romilda y su hijo Toto!<br />

Venían los tres, casi cada mañana, a arrancarle a los pequeñines para que no los<br />

llevara a otro lugar. ¡Vamos, al menos uno! Que les diera al menos a uno, o a Nenè o a<br />

Ninì; mejor a Nenè, ¡oh, tan adorable!, pero también a Ninì, ¡oh, tan adorable! Y se<br />

sucedían besos y caramelos y palabras sin fin.<br />

El profesor Erminio Del Donzello no sabía cómo evadirse; sonreía angustiado; se<br />

giraba aquí y allá; se ponía las manos enguantadas sobre el pecho; retorcía el cuello como<br />

una cigüeña:<br />

—Mire, querida señora… queridísima señora… no quisiera que… no quisiera que…<br />

—¡Déjeme decir, profesor! ¡Déjeme hablar! ¡Puede estar seguro de que como están<br />

con nosotros, no lo estarán con nadie! Mi Romilda se vuelve loca por ellos, ¿sabe?,<br />

realmente loca, tanto por uno como por la otra. ¡Y mire a mi Toto! A horcajadas de él,<br />

¿eh, Ninì? ¡Qué guapo eres, lindo! ¡Toma, querido! ¡Toma, amor!<br />

El profesor Erminio Del Donzello, obligado a ceder, como si atravesara un seto con<br />

espinas, se iba y se giraba, sonriendo, casi pidiendo disculpas a las demás vecinas.<br />

¿Pero en las horas en que él, siempre con los guantes de hilo de Escocia, enseñaba<br />

francés a los chicos de la escuela técnica, aquellas vecinas, y seguramente la señora Ninfa<br />

con su hija Romilda y su hijo Toto, qué enseñaban a Nenè y a Ninì? ¿Qué prevenciones,<br />

qué sospechas infundían en sus almitas? ¿Y qué miedos?<br />

Ya Nenè —que se había convertido en una bella muñeca vivaz y fuerte, con los<br />

hoyuelos en los mofletes, la boquita puntiaguda, los ojos brillantes, agudos y listos, rápida<br />

entre risitas nerviosas, con el flequillo negro e inquieto siempre ante los ojos, por mucho<br />

que de vez en cuando lo apartara con sacudidas rápidas y nerviosas— tomaba una actitud<br />

rebelde frente a las amenazas imaginarias, los maltratos, la prepotencia de la futura<br />

madrastra, que las vecinas le pronosticaban, y con el pequeño puño cerrado, gritaba:<br />

—¡Yo la mato!<br />

Enseguida, al instante, aquellas se le precipitaban encima, se la disputaban, para<br />

ahogarla entre besos y caricias.<br />

—¡Oh, querida! ¡Amor! ¡Ángel! ¡Sí, querida, así! Porque todo es tuyo, ¿sabes? <strong>La</strong><br />

casa es tuya, la dote de tu mamá es tuya, tuya y de tu hermanito, ¿lo entiendes? ¡Y tú<br />

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