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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—¡Por ti, Niccolino! —continuaba, de hecho, Ciunna, dirigiéndose mentalmente a su<br />

hijo—. ¡He robado por ti! Pero no creas que me he arrepentido. ¡Cuatro niños, por Dios,<br />

cuatro niños en medio de la calle! Y tu mujer, Niccolino, ¿qué hace? Nada, se ríe: está<br />

embarazada de nuevo. Cuatro y uno: cinco. ¡Bendita! ¡Prolifera, hijo mío, prolifera; llena<br />

el pueblo de pequeños Ciunna! ¡Visto que la miseria no te concede otra satisfacción,<br />

prolifera, hijo! Los peces, que mañana se comerán a tu padre, tendrán luego la obligación<br />

de alimentarte, a ti y a tu numerosa prole. ¡Barcos de la Marina, disponeos a proveer un<br />

banco de peces cada día para saciar a mis nietos!<br />

Esta obligación de los peces se le ocurría ahora, porque, hasta unos días atrás, había<br />

en cambio gritado esto:<br />

—¡Veneno! ¡Veneno! ¡<strong>La</strong> mejor muerte! ¡Una pastilla, y buenas noches!<br />

Y se había procurado, por medio del mozo del Instituto Químico, algunos pedazos<br />

cristalinos de anhídrido arsénico. Había ido a confesarse con aquellos pedacitos en el<br />

bolsillo:<br />

—Morir, está bien, pero con la gracia de Dios.<br />

—¡Envenenado, no! —añadía ahora—. Demasiados espasmos. El hombre es vil:<br />

¡pide ayuda! ¿Y si me salvan? No, no, mejor allí: en el mar. Con las medallas del sesenta<br />

en el pecho; el colgante al cuello y patapún. Luego verán una gran barriga. Señores, hay<br />

un garibaldiano flotante: ¡un cetáceo de nueva especie! Dime, Ciunna, ¿qué hay en el<br />

mar? Pececitos que tienen hambre, como tus nietos en la tierra, como los pajaritos en el<br />

cielo.<br />

Reservaría la carroza para el día siguiente. A las siete, con el fresco de la mañana, ya<br />

estaría en la calle; una horita para bajar a la Marina y a las ocho y media: ¡adiós, Ciunna!<br />

Mientras tanto, caminando por la calle, formulaba la carta para despedirse. ¿A quién<br />

dirigirla? ¿A su mujer, pobre vieja, o a su hijo, o a algún amigo? No: ¡fuera los amigos!<br />

¿Quién lo había ayudado? Para ser sincero, no había pedido ayuda a nadie; pero porque<br />

sabía de antemano que nadie tendría piedad de él. Y la prueba estaba ahí: hacía quince<br />

días que todo el pueblo lo veía andar por la calle como alma en pena y ni un perro se<br />

había parado a preguntarle: «Ciunna, ¿qué te pasa?».<br />

II<br />

A la mañana siguiente la sirvienta lo despertó a las siete en punto, y Ciunna se<br />

sorprendió de haber dormido plácidamente durante toda la noche.<br />

—¿El coche ya está aquí?<br />

—Sí, señor, está esperando.<br />

—¡Estoy listo! ¡Pero, oh, los zapatos, Rosa! Espera, que abro la puerta.<br />

Al bajar de la cama para coger los zapatos, otra sorpresa: la noche anterior había<br />

dejado, como siempre, los zapatos al otro lado de la puerta, para que la sirvienta los<br />

limpiara. Como si le importara irse al otro mundo con los zapatos limpios.<br />

<strong>La</strong> tercera sorpresa ocurrió frente al armario, mientras sacaba el traje que solía llevar<br />

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