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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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EL DIPLOMA<br />

¡Con qué inflexión de la voz y qué actitud en la mirada y en los gestos,<br />

encorvándose —como quien sostiene sobre los hombros, resignado, un peso insoportable<br />

—, el delgado juez D’Andrea solía repetir: «¡Ah, querido hijo!», a cualquiera que le<br />

hiciera una observación jocosa sobre su extravagante manera de vivir!<br />

No era viejo todavía; tenía unos cuarenta años, pero había que imaginar fenómenos<br />

muy extraños y casi inverosímiles, monstruosas amalgamas de razas, misteriosos cruces<br />

seculares, para llegar a una explicación aproximada de aquel producto humano que era el<br />

juez D’Andrea.<br />

Y parecía que él —además que de su pobre, humilde y muy común historia familiar<br />

— tuviera noticia cierta de aquellas misteriosísimas amalgamas de razas, por las cuales a<br />

aquel demacrado y esmirriado rostro de blanco había podido salirle aquel pelo crespo y<br />

rizado de negro; parecía que fuera consciente de aquellos misteriosos e infinitos cruces de<br />

siglos, que le habían acumulado en la amplia frente protuberante todo aquel enredo de<br />

arrugas y le habían quitado casi la vista a los ojos plúmbeos y le habían retorcido toda la<br />

delgada y mísera figura.<br />

Así, cojo, con un hombro más alto que el otro, iba por la calle en diagonal, como los<br />

perros. Pero nadie, moralmente, sabía ir más recto que él. Lo decía todo el mundo.<br />

El juez D’Andrea no había podido ver muchas cosas; pero seguramente había<br />

pensado en muchísimas otras y cuando el pensar es más triste, es decir: de noche.<br />

El juez D’Andrea no podía dormir.<br />

Pasaba casi todas las noches asomado a la ventana, cepillándose con una mano aquel<br />

pelo duro y rizado de negro, con los ojos hacia las estrellas, algunas plácidas y claras<br />

como manantiales de luz, otras resbaladizas y punzantes; y establecía relaciones ideales<br />

de figuras geométricas, entre las más nítidas triángulos y cuadrados, y entornando los<br />

párpados detrás de las gafas, atrapaba entre los pelos de las pestañas la luz de una de<br />

aquellas estrellas y trazaba entre el ojo y la estrella el lazo de un sutilísimo hilo luminoso,<br />

y encaminaba allí a su propia alma, para que se paseara como una arañita perdida.<br />

Pensar así, de noche, no beneficia demasiado la salud. <strong>La</strong> arcana solemnidad que<br />

adquieren los pensamientos produce casi siempre (especialmente en algunos que tienen<br />

en sí una certeza sobre la cual pueden reposar: la de no poder saber nada y la de no creer<br />

en nada al no saber) unos serios constipados. Constipados del alma, se entiende.<br />

Y al juez D’Andrea, cuando se hacía de día, le parecía algo gracioso y atroz al mismo<br />

tiempo tener que ir a su oficina de instrucción a administrar, por lo que le tocaba, la<br />

justicia a los pequeños y pobres hombres, tan violentos.<br />

Como él no dormía, en su mesa de la oficina de instrucción nunca dejaba dormir<br />

ningún expediente, incluso a costa de retrasar de dos a tres horas la comida o de renunciar<br />

por la noche, antes de cenar, al acostumbrado paseo con los compañeros por las calles que<br />

bordeaban los muros del pueblo.<br />

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