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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—¡El sol, el sol! ¡Monseñor vicario, el sol!<br />

Y el sacristán de la catedral tañía las campanas a fiesta, din, don, dan, din, don, dan,<br />

porque seguramente aquella mañana, antes del mediodía, la Santísima Inmaculada se iría.<br />

Excepto que, cuando ya en la plaza de la catedral había empezado a afluir la gente<br />

para la procesión e incluso se había abierto la puerta de hierro en la escalinata del<br />

seminario, de donde la Virgen solía salir cada año, y habían llegado del seminario en<br />

orden, de dos en dos, los seminaristas con sus túnicas bordadas y los triquitraques habían<br />

sido puestos alrededor de la plaza, sobrevenía con furia otra tempestad desde el mar, con<br />

relámpagos y truenos.<br />

El sacristán tañía otra vez todas las campanas para evitarla, sobre la agitación de la<br />

gente que mientras tanto protestaba, indignada porque bajo la inminente amenaza del<br />

tiempo los canónigos querían echar precipitadamente a la Virgen.<br />

Y se proferían silbidos y gritos e invectivas bajo el Palacio Obispal, hasta que<br />

monseñor el obispo, para calmarlos, hacía anunciar a uno de sus secretarios que la<br />

procesión se aplazaba hasta el domingo siguiente, si el tiempo lo permitía.<br />

Esta escena se había repetido cinco de once domingos.<br />

Aquel undécimo domingo, apenas la plaza estuvo vacía, todos los canónigos<br />

irrumpieron enfurecidos en la casa del vicario capitular, monseñor Lentini. ¡A toda costa,<br />

a toda costa había que encontrar un remedio contra aquel abuso brutal!<br />

El pobre vicario capitular se sostenía la cabeza con las manos y miraba a todos<br />

alrededor suyo como atontado.<br />

Los silbidos, los gritos, las amenazas de la gente se habían ensañado más con él que<br />

con los demás. Pero el pobre vicario capitular no estaba atontado por esto. Después de<br />

once semanas, ¡le tocaba otra semana de prédicas sobre la Santísima Inmaculada! En<br />

aquel momento el pobre hombre no podía pensar en otra cosa y pensando en ello se sentía<br />

desfallecer.<br />

Monseñor <strong>La</strong>ndolina, el terrible rector del colegio de los oblatos, encontró el<br />

remedio. Bastó que dijera un nombre para que de repente se calmara la agitación en todos<br />

aquellos ánimos:<br />

—¡Mèola! ¡Necesitamos a Mèola! ¡Amigos míos, hay que recurrir a Mèola!<br />

Marco Mèola, el feroz tribuno anticlerical, que cuatro años antes había jurado salvar a<br />

Montelusa de una temida invasión de los redentoristas, había perdido popularidad.<br />

Porque, aunque era verdad que por un lado el juramento había sido mantenido, no era<br />

menos cierto que los medios utilizados y las artes que había tenido que usar para<br />

mantenerlo, y aquel rapto y la riqueza que de él había derivado, no habían servido para<br />

dar crédito a la demostración que él quería hacer, es decir, que su sacrificio había sido<br />

heroico. Si la sobrina de monseñor Partanna, la educanda raptada, era fea y jorobada,<br />

bello y contante y sonante era el dinero de la dote que el obispo se había visto obligado a<br />

darle. Y en el fondo los peces gordos del clero montelusano, a quienes nunca les había<br />

gustado aquella promesa de su obispo de hacer volver a los padres redentoristas, en<br />

secreto, habían continuado mirando a Marco Mèola con buenos ojos, si no abiertamente<br />

como amigo, después de aquella escapada, justamente por aquella escapada.<br />

Incluso ahora a él le tendría que agradar que se le ofreciera la ocasión de reconquistar<br />

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