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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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también a la segunda cuñada.<br />

—Querida comadre…<br />

Y sostenía una sonrisa ambigua e incómoda en los ojos y en los labios.<br />

Calvo, delgado, consumido, no se parecía en absoluto a su hermano ni a su hijo.<br />

Viudo desde hacía muchos años, rudo pero listo, sucio y mal vestido por avaricia, hablaba<br />

sin mirar a su interlocutor a los ojos.<br />

—Simonello está furioso… Eh, querida comadre, ¡el amor es un problema, un<br />

problema gordo!<br />

—Ah, ¿entonces está enamorado? —exclamó la tía Michelina—. ¡Bendito hijo mío!<br />

Le he suplicado tanto que me dijera lo que le pasa; que se lo dijera, a su mamá, que haría<br />

cualquier cosa para contentarlo. ¡Usted lo sabe, cuñado! Me lo encontré aquí cuando tenía<br />

dos años y era huérfano de madre y lo he criado como si fuera mío.<br />

—Eh… eh… eh… —empezó a decir el cuñado, meneando la cabeza, removiéndose<br />

en la silla, siempre con aquella sonrisa ambigua en los ojos y en los labios—. ¡Y el<br />

problema es este, querida comadre, precisamente este!<br />

—¿Cuál? ¿Qué está diciendo?<br />

El cuñado, en lugar de contestar, planteó una pregunta curiosa:<br />

—¿Querida comadre, usted se ha mirado al espejo?<br />

<strong>La</strong> tía Michelina sintió que el horror de aquella primera sospecha la asaltaba, pero<br />

esta vez mezclado con asco. Se puso en pie:<br />

—¿Mi hijo? —gritó—. Pensar algo parecido… ¿Mi hijo, enamorado de mí? ¡Usted lo<br />

ha convencido de ello, demonio tentador! ¡Porque nunca se ha quedado tranquilo con<br />

aquel maldito testamento! Lo he sabido todo, me lo han referido todo: ha gritado a los<br />

cuatro vientos que no era justo; que yo puedo vivir más de treinta años todavía; que su<br />

hijo podría morir antes de que yo dejara el usufructo de la propiedad; que el tío le ha<br />

dejado la propiedad solo para observarla de lejos, porque tendrá que esperar a ser viejo<br />

antes de poderse decir dueño de verdad. ¿Usted, demonio, qué se cree? ¿Cree que yo<br />

dejaría a mi hijo así, en la espera, deseando mi muerte? Personalmente, en cuanto vuelva,<br />

le diría: «Simonello mío, elige una buena compañera, tráela aquí: serás el dueño, yo<br />

disfrutaré de tu felicidad y criaré a tus hijos como te he criado a ti». ¡Me proponía decirle<br />

esto! ¡Pues bien, escríbaselo usted! ¡Si se le ocurre una mujer que pueda gustarle,<br />

dígamelo: se la propondré personalmente! ¡Pero quite de la cabeza de su hijo esta infamia<br />

que le ha sugerido! ¡Sería pecado mortal!<br />

El cuñado, aunque desconcertado al principio, no se dio por vencido. Se mostró<br />

ofendido por la acusación; dijo que él no tenía nada que ver con el asunto, que todos —<br />

parientes y amigos—, una vez al corriente de las disposiciones del testamento, habían<br />

pensado que el problema podía solucionarse así, de modo laudable, y esto demostraba que<br />

nadie quería ver lo que de malo veía la tía Michelina. Si había una cierta diferencia de<br />

edad (sí, la había), no era tan grande como ella imaginaba, porque casi desaparecía por lo<br />

bien que ella se conservaba y por su florida salud. Era seguramente una de aquellas<br />

mujeres que nunca envejecen. Y finalmente, al ver que la tía Michelina, oprimida por la<br />

deshonra, se había puesto a llorar —interpretando el llanto como señal de remisión—,<br />

para consolarla y demostrarle que Marruchino tenía razones para haberse enamorado de<br />

ella, le repitió de nuevo que fuera a mirarse al espejo.<br />

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