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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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las arenas desiertas, hasta la gran roca sin arena, al fondo. Los dos, bajo la luna, cogidos<br />

del brazo, embriagados por la brisa marina, aturdidos por el silencioso gorgoteo constante<br />

de la espuma de plata.<br />

¿Qué le dijiste? Lo sé, todo tu amor y todo tu tormento, y le propusiste que se<br />

rebelara a la imposición infame de un viejo odioso y que aceptara tu pobreza.<br />

Pero ella, amigo mío, ardiente, asombrada, atormentada por tus palabras, no podía<br />

aceptar tu pobreza; quería sí, en cambio, aceptar tu amor y vengarse con él,<br />

anticipadamente, aquella misma noche, de la infame imposición del viejo, quien a costa<br />

de ella, así, como un usurero, quería cobrarse suculentos beneficios.<br />

Tú, honesta y noblemente, le has impedido esta venganza.<br />

Amigo mío, te creo: huiste, como un loco. Pero a la señorita Anita, que se quedó sola,<br />

en la playa, en la roca, no le pareciste un loco, te lo aseguro, en aquella loca fuga por la<br />

playa, bajo la luna. Le pareciste un tonto y un villano.<br />

Y desafortunadamente, pobre Marino, en aquella roca, aquella noche, a pesar de los<br />

bolsillos vacíos, gozando en silencio del bello claro de luna, y luego también del<br />

espectáculo de tu fuga, estaba Nicolino Respi, el del mordisco y el salvamento.<br />

Le bastaron tres palabras y una risa:<br />

—Qué tonto, ¿verdad, señorita?<br />

Y saltó abajo.<br />

Tú tuviste, poco después, la satisfacción de sorprender, junto con el caballero Ballesi,<br />

que había llegado tarde desde Roma en coche, a Nicolino Respi, bajo la luna, con la<br />

señorita Anita cogida del brazo.<br />

Tú a la ida y él a la vuelta. ¿Qué fue más dulce: la ida o la vuelta?<br />

Y ahora, amigo mío, llega el punto original.<br />

III. Explicación. Tú crees, querido Marino, que has sufrido una desilusión atroz,<br />

porque has visto de repente a una señorita Anita horriblemente diferente de la que tú<br />

conocías, de la que era para ti. Ahora estás muy seguro de que la señorita Anita era otra.<br />

Muy bien. <strong>La</strong> señorita Anita seguramente sea otra. No solo una, sino también<br />

muchas, muchas otras, amigo mío, como son muchos otros los que la conocen y a quienes<br />

ella conoce. ¿Sabes en qué consiste tu error fundamental? En creer que, aunque siendo<br />

otra (según lo que crees tú), y muchas otras (según lo que creo yo), la señorita Anita no<br />

sea también, todavía, la que tú conocías.<br />

<strong>La</strong> señorita Anita es aquella y otra y también todas las demás, porque tendrás que<br />

admitir que aquella que es para mí no es la que es para ti, la que es para su madre, la que<br />

es para el caballero Ballesi y para todos los demás que la conocen, cada cual a su manera.<br />

Ahora, mira. Cada uno, por cómo la conoce, le otorga, ¿no es cierto?, una realidad.<br />

Tantas realidades pues, amigo mío, que hacen «realmente», y no lo digo por decir, a la<br />

señorita Anita: una para mí, una para ti, una para su madre, una para el caballero Ballesi,<br />

etcétera, a pesar de que cada uno de nosotros tenga la ilusión de que la verdadera señorita<br />

Anita es la única que conoce; y ella también, es más, sobre todo ella, tiene la ilusión de<br />

ser siempre una —la misma— para todos.<br />

¿Sabes de dónde nace esta ilusión, amigo mío? De nuestra fe en que nos hallamos<br />

todos en cada acto nuestro, mientras desafortunadamente no es así. Nos damos cuenta de<br />

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