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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—¡Qué bufonada! —silbó Cristoforo Golisch, entre dientes.<br />

Y miraba duramente a la gente que se giraba y se detenía para observar, con<br />

expresión de compasión, a aquel pobre hombre accidentado.<br />

Una rabia sorda empezó a hervirle por dentro.<br />

¡Qué rápida caminaba la gente por la calle! ¡Rapidez en el cuello, rapidez en los<br />

brazos, rapidez en las piernas… y él mismo! Era dueño de todos sus movimientos y se<br />

sentía tan fuerte… Apretó un puño. ¡Por Dios! Sintió lo poderoso que sería si lo lanzaba,<br />

bien cerrado, contra la espalda de alguien. Pero, ¿por qué? No lo sabía…<br />

<strong>La</strong> gente lo irritaba, especialmente lo irritaban los jóvenes que se volvían a mirar a<br />

Lenzi. Sacó del bolsillo un grueso pañuelo de algodón celeste y se secó el sudor que le<br />

chorreaba por la cara acalorada.<br />

—¿Beniamino, adónde vas ahora?<br />

Lenzi se había parado, había apoyado la mano ilesa en una farola y parecía que la<br />

acariciaba, mirándola amorosamente. Masculló:<br />

—Al doctoe… ejercicio de piee.<br />

E intentó levantar el pie lesionado.<br />

—¿Ejercicio? —repitió Golisch—. ¿Ejercitas el pie?<br />

—Piee —repitió Lenzi.<br />

—¡Bravo! —exclamó de nuevo Golisch.<br />

Sintió la tentación de agarrar aquel pie, estirárselo, coger por los brazos al amigo y<br />

agitarlo bien, para desatascarlo de aquella horrible inmovilidad.<br />

No podía verlo así, reducido a aquel estado. Ahí estaba, el compañero de las antiguas<br />

locuras, en los buenos años de la juventud, y luego en las horas de ocio, cada noche,<br />

solteros como se habían quedado ambos. Un día, una <strong>vida</strong> nueva se había abierto ante el<br />

amigo, que se había encaminado por ella, rápido él también en aquel entonces (¡oh,<br />

tanto!), rápido y animado. ¡Sí señor! Luchas, fatigas, esperanzas, y luego, de repente: ahí<br />

estaba, cómo había vuelto… ¡Ah, qué bufonada! ¡Qué bufonada!<br />

Quería hablarle de mil cosas, pero no sabía cómo. <strong>La</strong>s preguntas se le agolpaban en<br />

los labios y se le morían por congelación.<br />

Hubiera querido decirle: «¿Te acuerdas de nuestras famosas apuestas en Fiaschetteria<br />

Toscana? ¿Y de Nadina, te acuerdas? ¡Aún la veo, sabes! Tú me la endosaste, cuando<br />

dejaste Roma. Pobre niña, cuánto te quería… Todavía piensa en ti, ¿sabes? Me habla de<br />

ti, a veces. Iré a verla esta misma noche y le diré en qué estado te he visto, pobrecito… Es<br />

realmente inútil que te pregunte, tú no recuerdas nada, quizás ni me reconozcas o me<br />

reconozcas apenas…».<br />

Mientras Golisch pensaba así, con los ojos congestionados por las lágrimas,<br />

Beniamino Lenzi continuaba mirando amorosamente a la farola y muy despacio le<br />

quitaba el polvo con los dedos.<br />

Aquella farola marcaba para él una de las tres etapas del paseo diario. Arrastrándose<br />

por la calle no veía a nadie, no pensaba en nada; mientras la <strong>vida</strong> se arremolinaba a su<br />

alrededor, agitada por tantas pasiones, oprimida por tantas cuitas, él trataba con todas las<br />

fuerzas que le quedaban de llegar a aquella farola, primero. Luego, más abajo, al<br />

escaparate de un bazar, que marcaba la segunda etapa, y aquí se entretenía un rato,<br />

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