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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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quiero hacerte ver aún el mundo, tengo que mirarlo con tus ojos. ¿Y cómo lo haré?<br />

Para empezar, me imagino que deben interesarte más las cosas que tenías más cerca;<br />

por ejemplo, las de tu casa: tu mujer… ¡Ah, Momo, Momo, qué traición! Déjame decirlo.<br />

En <strong>vida</strong> te perdoné muchas cosas, pero esa no, ni te la perdonaré nunca: tu mujer.<br />

Si a los muertos, en el ocio de la tumba, se les ocurriera crear un catálogo de las<br />

ofensas y de las culpas que ahora se arrepienten de haber cometido en el curso de su <strong>vida</strong><br />

—catálogo que sería edificante si de pronto apareciera en la parte posterior de las lápidas,<br />

como el revés de las mentiras a menudo grabadas en ellas—, en el tuyo tendrías que<br />

poner solamente:<br />

ME CASÉ CON LVI AÑOS<br />

CON UNA MUJER DE XXX<br />

Sería suficiente.<br />

Oye. Me parece claro como la luz del sol que es culpa tuya que hayas muerto tan<br />

precipitadamente.<br />

No te voy a repetir, ahora, las razones que te expliqué cinco años atrás, en el peor día<br />

de mi <strong>vida</strong>. Convertiste esas razones, en tu perjuicio, en la más triste de las experiencias.<br />

Y además, digo, ¿por qué? ¿Qué te faltaba? Estábamos tan bien los dos juntos, en paz.<br />

No, señores. <strong>La</strong> mujer. Y sostener que no era cierto que la casa, que habíamos hecho<br />

nuestra poco a poco con mi viejos muebles y con los otros comprados de ocasión, podía<br />

bastarte; así como aquel lindo polvo de vejez que ya se había posado y extendido, para<br />

todos nosotros, sobre todas las cosas bellas de la <strong>vida</strong>, para que nos divirtiéramos<br />

escribiendo encima con un dedo: vanidad; y las queridas y quietas costumbres que se<br />

habían establecido entre nosotros tiempo atrás, como la compañía de nuestros animalitos:<br />

las dos parejas de pajaritos que cuidaba yo, Ragnetta (a quien cuidabas tú y a menudo,<br />

cuando estaba en celo, ¿te acuerdas?, la acariciabas y te arañaba) y las dos tortugas<br />

estúpidas, marido y mujer, Tarù y Tarà, que nos sugerían tantas sabias consideraciones,<br />

allí, en la terraza llena de flores. Sostener, santo Dios, que siempre —como Tarù— habías<br />

sentido la necesidad de una esposa (¡a tu edad, avergüénzate!) y que yo no podía<br />

entenderte porque yo las mujeres…<br />

¡Traidor, traidor y fanático!<br />

¿No tenías también exactamente la misma opinión que yo sobre las mujeres antes de<br />

que apareciera, cambiándote totalmente en un momento, la bella mademoiselle del piso de<br />

abajo, con la excusa de ver aquellas flores en la terraza, que contigo arraigaban y con<br />

mademoiselle no querían hacerlo, en sus floreros dispuestos en las ventanas?<br />

¡Maldita terraza!<br />

—¡Qué belleza! ¡Qué maravilla! ¿Y quién cultiva tan bien estas flores?<br />

Y tú, enseguida:<br />

—¡Yo!<br />

¡Cómo si yo no me hubiera cansado de caminar durante días enteros buscándote las<br />

semillas, una por una: pedazo de ingrato! Pero la necesidad de hacerte el interesante a los<br />

ojos de aquella mademoiselle exclamativa…<br />

Al ver de repente en tus ojos tan pequeños aquella brillantez de viejo borracho, al ver<br />

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