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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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<strong>La</strong>s cartas que ahora enviaba desde el regimiento eran el único consuelo de la tía<br />

Michelina, aunque, por la dificultad de descifrarlas, le parecía cada vez más evidente que<br />

en el regimiento Marruchino había perdido aquel buen humor combativo que había<br />

defendido con coraje, rebelándose a una instrucción superflua. No se mostraba<br />

entristecido por la dureza de la <strong>vida</strong> militar o por la lejanía de los lugares y de los seres<br />

queridos: ¡al revés! Decía que quería renovar el servicio militar y no volver al pueblo<br />

nunca más, por una desesperación que había penetrado en su alma.<br />

¿Desesperación? ¿Qué desesperación?<br />

Varias veces la tía le suplicó que se confiara a ella; Marruchino contestó siempre que<br />

no podía, que no sabía.<br />

Eh, estaba enamorado, claro… Era fácil entenderlo. Se trataría de una pasión<br />

controvertida. ¡Ay, chico! Había que enviarle dinero, mucho dinero, para que se<br />

distrajera.<br />

<strong>La</strong> tía Michelina vio con gran estupor que el dinero le era devuelto, acompañado por<br />

una protesta furiosa: Marruchino no quería eso, quería ser entendido, entendido y punto.<br />

Perdida y aturdida, la tía Michelina se estaba preguntando aún qué tenía que entender<br />

cuando Marruchino llegó a su casa, de licencia.<br />

Se quedó estupefacta al verlo tan cambiado: casi no parecía él. Delgado, se le veían<br />

solo los ojos, como comido por dentro por un gusano que no le diera tregua.<br />

—¿Yo? ¿Qué? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué tengo que entender?<br />

Cuantas más caricias le prodigó, tanto más furioso se puso. Finalmente, se escapó<br />

como un loco para pasar los últimos días de la licencia en una de sus fincas más lejanas<br />

del pueblo.<br />

Al ver que se escapaba así, pensando en la manera en que la había mirado,<br />

sustrayéndose a sus atenciones y a sus caricias maternales, la tía Michelina fue asaltada<br />

por una sospecha que la horrorizó; cayó sentada sobre una silla y se quedó allí un buen<br />

rato, pálida, con los ojos muy abiertos, rascándose la frente con los dedos:<br />

—¿Será posible? ¿Será posible?<br />

No se atrevió a enviar a nadie a la finca para que pidiera noticias sobre él.<br />

Pocos días después, un campesino fue a recoger la maleta y el abrigo del soldado y a<br />

anunciar que el dueño se iba al día siguiente, porque la licencia había terminado.<br />

<strong>La</strong> tía Michelina miró largamente a aquel campesino, como atontada. ¿Se iba sin<br />

siquiera despedirse de ella? Pues bien, sí; tal vez era mejor así.<br />

Y le envió, a través de aquel campesino, una buena suma de dinero y su «maternal»<br />

bendición.<br />

Cuatro días después llegó a casa de la tía Michelina el padre de Marruchino, el<br />

cuñado de ella, a quien no había visto desde el día de la lectura del testamento del<br />

hermano.<br />

—Querida comadre… querida comadre…<br />

<strong>La</strong> llamaba «comadre» y no cuñada porque la otra, la primera esposa del hermano,<br />

había sido la madrina de bautizo de Marruchino. No era una buena razón pero, al haber<br />

llamado siempre al hermano compadre por aquel bautizo, creía necesario llamar comadre<br />

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