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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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—¡Estoy castigada!<br />

Poco después, despacio, bajaba Ninì con sus piernas curvas, también en pijama y<br />

descalzo, sosteniendo en una mano el orinal de hojalata; lo ponía al lado de la hermanita,<br />

se sentaba y repetía serio, con el ceño fruncido y con su expresión infantil:<br />

—¡Esoy casigado!<br />

¡Imagínense los gritos de conmiseración y desdén de las vecinas indignadas!<br />

¡Ahí estaban, desnudos! ¡Desnudos! ¡Qué barbaridad, con ese frío! ¡Hacer morir así,<br />

de una bronquitis, de una neumonía a dos pobres criaturas! ¿Dios, cómo podía permitirlo?<br />

Ah, sí, a escondidas, ¿verdad?, se habían escapado de la cama a escondidas. ¿Y por qué<br />

se habían escapado? ¡Era señal de que los dos pequeños quién sabe cómo eran tratados!<br />

Ah, ya… Gente de iglesia, ¡imagínense! ¡Torturémoslos sin que griten! ¡Oh, Dios, ahí<br />

están las lágrimas ahora, las lágrimas de cocodrilo!<br />

Una santa, incluso una santa perdería la paciencia. Aquella pobre mujer sentía el<br />

corazón que se le revolvía en el pecho, no solamente por la cruel injusticia, sino también<br />

por el dolor de ver a aquella niñita, Nenè, tan linda, que crecía como una diablesa, vulgar,<br />

sin respeto hacia nadie, por culpa de aquellas pérfidas cotillas.<br />

—¡<strong>La</strong> casa es mía! ¡<strong>La</strong> dote es mía!<br />

¡Dios mío, la dote! ¡Una niñita de un palmo de altura, que gritaba y levantaba los<br />

puños y pataleaba por su dote!<br />

El profesor Erminio Del Donzello había envejecido diez años, en pocos meses.<br />

Miraba a su pobre esposa, que lloraba desesperada ante él, y no sabía qué decirle para<br />

consolarla, como no sabía qué decirles a aquellos dos diablos desenfrenados.<br />

¿Estaba atontado? No. No hablaba, porque se sentía mal. Y se sentía mal, porque…<br />

¡porque aquellos dos pequeños llevaban consigo justamente esa fatalidad!<br />

El padre había muerto; y la madre, para ocuparse de ellos, se había casado de nuevo;<br />

y había muerto. Ahora… ahora le tocaba a él.<br />

El profesor Erminio Del Donzello estaba profundamente convencido de ello.<br />

¡Le tocaba a él!<br />

Mañana, su viuda, aquella pobre Caterina, para dar a Nenè y a Ninì una guía, un<br />

sustento, se casaría de nuevo, a su vez, y entonces, moriría; y a aquel segundo marido le<br />

tocaría volver a casarse; y así, una serie infinita de padres pasaría, en poco tiempo, por<br />

aquella casa.<br />

<strong>La</strong> prueba evidente residía en el hecho de que él ya se encontraba mal, muy mal.<br />

Era la fatalidad, de modo que no había nada que decir, nada que hacer.<br />

<strong>La</strong> mujer, al ver que de ninguna manera conseguía sacarlo de aquella fijación que lo<br />

atontaba, fue a pedir consejo a su tío el cura. Este, sin dudar, le impuso obedecer a su<br />

deber y a su conciencia, sin preocuparse por las protestas infames de aquellos malvados.<br />

¡Que si los dos pequeñines no razonaban con la bondad, usara incluso la fuerza!<br />

El consejo fue sabio; pero, ay de mí, no tuvo otro efecto que apresurar el fin del<br />

profesor.<br />

<strong>La</strong> primera vez que Caterina lo puso en práctica, Erminio Del Donzello, al volver de<br />

la escuela, vio que aquel Toto de la señora Ninfa iba hacia él con las manos en el rostro,<br />

seguido por todas las vecinas, que gritaban con los brazos levantados.<br />

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