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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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¡Cómo si él estuviera ocioso por placer! ¡Si la corporación de aquellos hijos de perra<br />

se adjudicaba todos los trabajos! ¿Qué pretendía su mujer? ¿Que renunciara también a<br />

Dios y fuera a inscribirse en el partido de aquellos? ¡Antes se cortaría las manos!<br />

Mientras tanto, el ocio lo devoraba, hacía crecer día tras día su agitación y su enfado<br />

y lo envenenaba contra todos.<br />

Ciancarella, el notario, nunca había sido partidario de nadie, pero también era<br />

notoriamente enemigo de Dios; hacía de ello su profesión, dado que ya no ejercía la otra,<br />

la de notario. Una vez había osado incluso azuzar a los perros contra un santo sacerdote,<br />

don <strong>La</strong>gàipa, que había ido a verlo para interceder a favor de algunos parientes pobres<br />

que casi se morían de hambre, mientras él, en la espléndida villa que se había hecho<br />

construir a la salida del pueblo, vivía como un príncipe, con la riqueza acumulada quién<br />

sabe cómo y acrecentada durante muchos años de usura.<br />

Toda la noche Spatolino (por suerte era verano), a ratos sentado, a ratos paseando por<br />

la calleja desierta, meditó (fififí… fififí… fififí…) sobre aquella invitación misteriosa de<br />

Ciancarella.<br />

Luego, sabiendo que este solía levantarse muy temprano y oyendo que su mujer ya se<br />

había levantado con el alba y hacía las labores de la casa, pensó en ponerse en camino,<br />

dejando ahí fuera la silla, que era vieja y nadie se llevaría.<br />

III<br />

<strong>La</strong> villa de Ciancarella estaba totalmente amurallada, como un fuerte, y la cancilla<br />

daba a la avenida provincial.<br />

El viejo, que parecía un sapo calzado y vestido, oprimido por un quiste enorme en la<br />

nuca, que lo obligaba a tener siempre abajo y doblado hacia un lado el cabezón raso, vivía<br />

allí solo, con un sirviente, pero tenía mucha gente del campo a sus órdenes, armada, y dos<br />

perros mastines que infundían miedo solo con verlos.<br />

Spatolino tocó el timbre. Enseguida aquellas dos bestias se abalanzaron furibundas<br />

contra las barras de la verja y no se calmaron ni siquiera cuando el sirviente fue a alentar<br />

a Spatolino, que no quería entrar. Fue necesario que el dueño, que estaba tomando el café<br />

en el quiosquito cubierto de hiedra, a un lado de la villa, en medio del jardín, los llamara<br />

con un silbido.<br />

—¡Ah, Spatolino! ¡Bravo! —dijo Ciancarella—, siéntate allí.<br />

Y le indicó uno de los taburetes de hierro dispuestos alrededor del quiosquito.<br />

Pero Spatolino se quedó de pie, con el sombrero duro y cubierto de yeso entre las<br />

manos.<br />

—Tú eres un Hijo Indigno, ¿verdad?<br />

—Sí señor y me jacto de ello: hijo de la Virgen Dolorosa. ¿Qué órdenes tiene para<br />

darme?<br />

—Bien —dijo Ciancarella, pero en lugar de continuar, se llevó la taza a los labios y<br />

dio tres sorbos de café—. Una capilla (y otro sorbo).<br />

—¿Cómo dice?<br />

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