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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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sabía cuánto estudio le costaban aquellas combinaciones ideales. Antes de decidir, antes<br />

de asignar a tal joven aquella joven, los tenía a los dos en pruebas, durante cuatro o cinco<br />

meses; los interrogaba sobre todos los aspectos de sus <strong>vida</strong>s según un formulario ya<br />

establecido y apuntaba las respuestas en una libreta: gustos, educación, costumbres,<br />

aspiraciones: lo indagaba todo, todo lo sopesaba. Y si alguna de las parejas que había<br />

organizado con tanto escrúpulo, fracasaba, no sabía darse paz. ¿Era posible? ¡Pero si<br />

aquellos dos tenían que llevarse muy bien! ¡Seguramente había surgido algún<br />

malentendido! Y ahí estaba la señora Cargiuri-Crestari, jadeante, en expediciones<br />

continuas a las casas de las muchas parejas que había organizado, para restablecer el<br />

acuerdo, que no podía fallar, ¡diablos!, para aclarar aquel malentendido que sin duda tenía<br />

que haber nacido entre los dos cónyuges tan bien emparejados.<br />

<strong>La</strong>s víctimas designadas para aquellas combinaciones ideales eran naturalmente los<br />

empleados subalternos del marido. <strong>La</strong> promoción a secretario de primera clase y la Cruz<br />

de Caballero tenían como consecuencia inevitable la invitación a los viernes del caballero<br />

y, después de un año, el matrimonio. <strong>La</strong> cortesía del jefe de división y de su esposa era tal<br />

que era casi imposible rebelarse; se temía el malhumor, el rencor y, quién sabe, también<br />

quizás la venganza del superior.<br />

Para los dos amigos, Barbi y Pagliocco, la señora Cargiuri-Crestari no necesitó ni<br />

estudio ni examen. Su marido los estaba observando, los incubaba desde hacía bastante<br />

tiempo: ¡le había hablado tanto de ellos, como de dos barquitos que pronto entrarían<br />

plácidamente en el puerto!<br />

<strong>La</strong> señora Cargiuri-Crestari los había ya asignado por adelantado y, como siempre<br />

con intuición maravillosa, a dos chicas, amigas ellas también, inseparables: Gemma<br />

Gandini y Giulia Montà: aquella rubia y esta morena. <strong>La</strong> rubia para Pagliocco que era<br />

moreno, la morena para Barbi que, aunque no era precisamente rubio, estaba cerca de<br />

serlo.<br />

Eran tan lindas las dos y, por supuesto, buenas como la bondad misma. ¡Ah, nada de<br />

actitudes melindrosas! ¡Nada de bromas! El caballero y la mujer solamente admitían en<br />

su casa a futuras esposas de bien, jóvenes sabias y modestas, ahorradoras y amas de su<br />

casa. Los jóvenes podían confiar en ello con los ojos cerrados. Tal vez la señora Cargiuri-<br />

Crestari no se cuidaba tanto del aspecto exterior, porque, se sabe, no se puede tener todo,<br />

y la belleza no es una dote que vaya muy de acuerdo con la modestia y con las otras<br />

virtudes que se buscan en una esposa perfecta.<br />

Apenas descubrieron la trampa, los dos amigos se quedaron desconcertados.<br />

Hacía mucho tiempo que no solamente habían cerrado la puerta del corazón a la<br />

mujer, le habían puesto incluso un candado. No esperaban más, ni en sueños. Y si alguna<br />

vez un deseo galopín saltaba dentro imprevistamente por la ventana de los ojos, enseguida<br />

la razón severa lo echaba a patadas.<br />

No era porque odiaran al sexo femenino: es más, hablando de mujeres y de casarse<br />

reconocían, en abstracto, que el estado conyugal (fundando, por supuesto, en la<br />

honestidad y gobernado por la paz y el amor) era preferible a la <strong>vida</strong> de soltero. Pero<br />

desgraciadamente el matrimonio, en las presentes y muy tristes condiciones sociales,<br />

tenía que ser considerado como un lujo que podían concederse solamente unos pocos,<br />

quienes luego no eran los más adecuados para alabar sus ventajas.<br />

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