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La vida desnuda - Luigi Pirandello

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dong estaba cerca. Hacía una hora que su familia lo esperaba para comer.<br />

—Señores míos —dijo—, como comprenderán, yo no puedo creer en sus espíritus.<br />

Alucinaciones… historietas de mujercitas. Miro el caso, ahora, desde el lado jurídico.<br />

Ustedes dicen haber visto… no digamos espíritus, ¡por caridad! Dicen que tienen testigos,<br />

y está bien; dicen que vivir en aquella casa se hacía intolerable por esta especie de<br />

persecución… digamos, rara… ¡ahí está! El caso es nuevo y muy picante y me tienta, se<br />

lo confieso. Pero habrá que encontrar algún apoyo en el Código, ¿me explico?, un<br />

fundamento jurídico para la causa. Déjenme ver, estudiar, antes de asumir la<br />

responsabilidad. Ahora es tarde. Vuelvan mañana y les sabré dar una respuesta. ¿Están de<br />

acuerdo?<br />

IV<br />

Enseguida aquella extraña causa se puso a girar en la mente del abogado Zummo,<br />

como en la rueda de un molino. En la mesa, no pudo comer; después de comer, no pudo<br />

descansar como solía hacer en verano, cada día, tumbado en la cama.<br />

«¡Los espíritus!» repetía para sus adentros, de vez en cuando; y los labios se le abrían<br />

en una sonrisa irónica, mientras se le representaban ante los ojos las cómicas figuras de<br />

los tres nuevos clientes, que juraban y perjuraban haberlos visto.<br />

Muchas veces había oído hablar de espíritus, y por ciertos relatos de las sirvientas<br />

había sentido un gran miedo, de joven. Aún recordaba las angustias que habían<br />

estremecido su corazoncito aterrado en los terribles insomnios de aquellas noches lejanas.<br />

—¡El alma! —suspiró en cierto momento, estirando los brazos hacia el techo del<br />

mosquitero, y dejándolos caer luego pesadamente en la cama—. El alma inmortal… ¡Eh,<br />

ya! Para admitir a los espíritus hay que presuponer la inmortalidad del alma; queda poco<br />

más que decir. <strong>La</strong> inmortalidad del alma… ¿Creo en ella, o no? Digo y siempre he dicho<br />

que no. Tendría ahora, al menos, que admitir la duda razonable, contra cualquier aserción<br />

mía precedente. ¿Y cómo quedo yo? A menudo fingimos ante nosotros mismos, como<br />

ante los demás. Yo lo sé bien. Soy muy nervioso y a veces, al estar solo, sí señor, he<br />

tenido miedo. ¿Miedo de qué? No lo sé. ¡He tenido miedo! Nosotros… tememos indagar<br />

en nuestro ser íntimo, porque tal indagación podría descubrirnos diferentes de lo que nos<br />

gusta creernos o ser percibidos. Nunca he pensado en serio en estas cosas. <strong>La</strong> <strong>vida</strong> nos<br />

distrae. Asuntos, necesidades, costumbres, todos los pequeños engorros cotidianos no nos<br />

dejan tiempo para reflexionar sobre estas cosas, que tendrían que interesarnos más que<br />

todas las demás. ¿Muere un amigo? Nos quedamos paralizados allí, ante su muerte, como<br />

tantas bestias repropias y preferimos dirigir el pensamiento hacia atrás, a su <strong>vida</strong>,<br />

evocando algún recuerdo, para impedirnos ir más allá con la mente, más allá del punto<br />

que ha marcado para nosotros la muerte de nuestro amigo. ¡Buenas noches! Encendemos<br />

un puro para echar junto al humo la turbación y la melancolía. También la ciencia se<br />

detiene, allí, en los límites de la <strong>vida</strong>, como si no hubiera muerte y no nos tuviera que<br />

preocupar. Dice: «Ustedes están aquí todavía; encárguense de vivir, que el abogado se<br />

ocupe de hacer de abogado; el ingeniero, de ingeniero…». ¡Y está bien! Yo hago de<br />

abogado. Pero el alma inmortal, los señores espíritus, ¿qué hacen? Vienen a tocar a la<br />

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