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Madame Bovary

del coche golpeaba acompasadamente la carrocería.

Estaban en los altos de Thibourville, cuando

de pronto los pasaron unos hombres a caballo

riendo con sendos cigarros en la boca. Emma creyó

reconocer al vizconde; se volvió y no percibió en el

horizonte más que el movimiento de cabezas que

bajaban y subían, según la desigual cadencia del

trote o del galope.

Un cuarto de hora más tarde hubo que pararse

para arreglar con una cuerda la correa de la

retranca que se había roto.

Pero Carlos, echando una última ojeada al

arnés, vio algo caído entre las piernas de su caballo;

y recogió una cigarrera toda bordada de seda verde

y con un escudo en medio como la portezuela de

una carroza.

—Hasta hay dos cigarros dentro —dijo—; serán

para esta noche, después de cenar.

—¿Así que tú fumas? —le preguntó ella.

—A veces, cuando hay ocasión.

Cuando llegaron a casa la cena no estaba

preparada. La señora se enfadó.

Anastasia contestó insolentemente.

—¡Márchese! —dijo Emma—. Esto es una

burla, queda despedida.

De cena había sopa de cebolla, con un trozo

de ternera con acederas.

Carlos, sentado frente a Emma, dijo frotándose

las manos con aire feliz:

—¡Qué bien se está en casa!

Se oía llorar a Anastasia. Él le tenía afecto a

aquella pobre chica. En otro tiempo le había hecho

compañía durante muchas noches, en los ocios de

su viudedad.

Era su primera paciente, su más antigua re-

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