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Capítulo VIII

confusa, porque no recordaba la causa de su horrible

estado, es decir, el problema del dinero. No

sufría más que por su amor, y sentía que su alma

la abandonaba por este recuerdo, como los heridos

que agonizan sienten que la vida se les va por la herida

que les sangra.

Caía la noche, volaban las cornejas.

Le pareció de pronto que unas bolitas color de

fuego estallaban en el aire como balas fulminantes

que se aplastaban, y giraban, giraban, para it a derretirse

en la nieve entre las ramas de los árboles.

En medio de cada uno de ellas aparecía la cara de

Rodolfo. Se multiplicaron y se acercaban, la penetraban;

todo desapareció. Reconoció las luces de las

casas que brillaban de lejos en la niebla.

Entonces su situación se le presentó de nuevo,

como un abismo. Jadeaba hasta partirse el pecho.

Después, en un arrebato de heroísmo que la

volvía casi alegre, bajó la cuesta corriendo, atravesó

la pasarela de las vacas, el sendero, la avenida,

el mercado y llegó a la botica. No había nadie. Iba

a entrar, pero al sonar la campanilla podía venir

alguien, y deslizándose por la valla, reteniendo el

aliento, tanteando las paredes, llegó hasta el umbral

de la cocina, en la que ardía una vela colocada

sobre el fogón. Justino, en mangas de camisa, llevaba

una bandeja.

—¡Ah!, están cenando. Esperemos.

Justino regresó. Ella golpeó el cristal. Él salió.

—¡La llave!, la de arriba, donde están los...

—¿Cómo?

Y la miraba, todo asombrado por la palidez de

su cara.

—¡La quiero!, ¡dámela!

Como el tabique era delgado, se oía el ruido de

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