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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo VI

Estaba resentido contra Emma por esta victoria

permanente. Incluso se esforzaba por no quererla;

después, al oír el crujido de sus botines, se sentía

cobarde, como los borrachos a la vista de los licores

fuertes.

Ella no dejaba, es cierto, de prodigarle toda

clase de atenciones, desde los refinamientos de la

mesa hasta las coqueterías del traje y las languideces

de la mirada. Traía de Yonville rosas en su seno,

y se las echaba a la cara, se preocupaba por su salud,

le daba consejos sobre su conducta; y, a fin de

retenerlo más, esperando que el cielo tal vez le ayudaría,

le puso al cuello una medalla de la Virgen. Se

informaba, como una madre virtuosa, acerca de las

compañías que frecuentaba. Le decía:

—No los veas, no salgas, no pienses más que

en nosotros; ¡ámame!

Ella habría querido poder vigilar su vida, y

se le ocurrió la idea de hacerle seguir por las calles.

Había siempre cerca del hotel una especie de vagabundo

que abordaba a los viajeros y que no rehusaría...

Pero su orgullo se rebeló.

—¡Eh!, ¡qué le vamos a hacer!, que me engañe,

¡qué me importa!, ¿es que me interesa?

Un día que se habían separado temprano y

ella volvía sola por el bulevar vio los muros de su

convento; se sentó en un banco a la sombra de los

olmos. ¡Qué calma la de aquellos tiempos!

¡Cómo añoraba los inefables sentimientos de

amor que trataba de imaginarse a través de los libros!

Los primeros meses de su matrimonio, sus

paseos a caballo por el bosque, el vizconde que valseaba,

y Lagardy cantando, todo volvía a pasar delante

de sus ojos... Y de pronto León le pareció tan

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