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Madame Bovary

pasar su examen antes de las vacaciones.

Cuando llegó el momento de las despedidas,

la señora Homais lloró; Justino sollozaba; Homais,

como hombre fuerte, disimuló su emoción, quiso él

mismo llevar el abrigo de su amigo hasta la verja del

notario, quien llevaba a León a Rouen en su coche.

Éste último tenía el tiempo justo de decir

adiós al señor Bovary.

Cuando llegó a lo alto de la escalera, se paró

porque le faltaba el aliento.

Al verle entrar, Madame Bovary se levantó

con presteza.

—¡Soy yo otra vez! —dijo León.

—¡Estaba segura!

Emma se mordió los labios, y una oleada de

sangre le corrió bajo la piel, que se volvió completamente

sonrosada, desde la raíz de los cabellos hasta

el borde de su cuello de encaje. Permanecía de pie,

apoyando el hombro en el zócalo de madera.

—¿No está el señor? —dijo él.

—Está ausente.

—Está ausente —repitió.

Entonces hubo un silencio. Se miraron; y sus

pensamientos, confundidos en la misma angustia,

se apretaban estrechamente, como dos pechos palpitantes.

—Me gustaría besar a Berta —dijo León.

Emma bajó algunos escalones y llamó a Felicidad.

Él echó rápidamente una amplia ojeada a su

alrededor, que se extendió a las paredes, a las estanterías,

a la chimenea, como para penetrarlo todo,

llevarlo todo.

Pero ella volvió, y la criada trajo a Berta, que

agitaba un molinillo de viento atado a un hilo, con

la cabeza abajo.

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