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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo IX

una lamparita, un resplandor, que brillaba a través

de los cristales, en la sombra. ¡Ah!, usted no podía

imaginarse que allí estaba, tan cerca y tan lejos, un

pobre infeliz...

Emma, sollozando, se volvió hacia él.

—¡Oh!, ¡qué bueno es usted! —dijo ella.

—¡No, la quiero, eso es todo!, ¡usted no lo

duda! Dígamelo; ¡una palabra!; ¡una sola palabra!

Y Rodolfo, insensiblemente, se dejó resbalar

del taburete al suelo; pero se oyó un ruido de zuecos

en la cocina, y él se dio cuenta de que la puerta de

la sala no estaba cerrada.

—Qué caritativa sería —prosiguió levantándose—

satisfaciendo un capricho mío.

Quería que le enseñase su casa; deseaba conocerla,

y como Madame Bovary no vio ningún inconveniente,

se estaban levantando los dos cuando

entró Carlos.

—Buenas tardes, doctor —le dijo Rodolfo.

El médico, halagado por ese título inesperado,

se deshizo en obsequiosidades, y el otro aprovechó

para reponerse un poco.

—La señora me hablaba —dijo él entonces—

de su salud...

Carlos le interrumpió, tenía mil preocupaciones,

en efecto; las opresiones que sufría su mujer

volvían a presentarse. Entonces Rodolfo preguntó si

no le sería bueno montar a caballo.

—¡Desde luego!, ¡excelente, perfecto!... ¡Es

una gran idea! Debería ponerla en práctica.

Y como ella objetaba que no tenía caballo, el

señor Rodolfo le ofreció uno; ella rehusó su ofrecimiento;

él no insistió; después, para justificar su

visita, contó que su carretero, el hombre de la sangría,

seguía teniendo mareos.

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