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Madame Bovary

tijeras, y Carlos, con sus zapatillas de orillo y su vieja

levita oscura que le servía de bata de casa, permanecía

con las dos manos en los bolsillos y tampoco

hablaba; al lado de ellos, Berta, con delantal blanco,

rastrillaba con su pala la arena de los paseos.

De pronto vieron entrar por la barrera al señor

Lheureux, el comerciante de telas.

Venía a ofrecer sus servicios teniendo en

cuenta la fatal circunstancia. Emma respondió que

creía no necesitarlos. El comerciante no se dio por

vencido.

—Mil disculpas —dijo—; desearía tener una

conversación particular, privada.

Después en voz baja:

—Es con relación a aquel asunto..., ¿sabe?

Carlos enrojeció hasta las orejas.

—¡Ah!, sí..., efectivamente.

Y en su confusión, volviéndose a su mujer.

—¿No podrías..., querida?

Ella pareció comprenderle, pues se levantó, y

Carlos dijo a su madre:

—¡No es nada! Alguna menudencia doméstica.

No quería de ninguna manera que su madre

conociese la historia del pagaré, pues temía sus observaciones.

Cuando estuvieron solos, el señor Lheureux

empezó a felicitar, con palabras bastante claras, a

Emma por la herencia, después a hablar de cosas

indiferentes, de los árboles en espaldera, de la cosecha

y de su propia salud, que seguía así así. En

efecto, trabajaba como un condenado, aunque no

ganaba más que para ir viviendo, a pesar de lo que

decía la gente.

Emma le dejaba hablar. ¡Le aburría tanto desde

hacía dos días!

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