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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo I

ver. Por eso, llamándole de nuevo.

—¡Eh! ¡señor! ¡La flecha, la flecha!

—Gracias —dijo León.

León huía; porque le parecía que su amor,

que desde hacía casi dos horas se había quedado

inmóvil en la iglesia como las piedras, iba ahora a

evaporarse, como un humo, por aquella especie de

tubo truncado, de jaula oblonga, de chimenea calada

que se eleva tan grotescamente sobre la catedral

como la tentativa extravagante de algún calderero

caprichoso.

—¿Adónde vamos? —decía ella.

Sin contestar, él seguía caminando con paso

rápido, y ya Madame Bovary mojaba su dedo en el

agua bendita cuando oyeron detrás de ellos una

fuerte respiración jadeante, entrecortada regularmente

por el rebote de un bastón. León volvió la vista

atrás.

—¡Señor!

—¿Qué?

Y reconoció al guardián, que llevaba bajo el

brazo y manteniendo contra su vientre unos veinte

grandes volúmenes en rústica. Eran las obras que

trataban de la catedral.

—¡Imbécil! —refunfuñó León lanzándose fuera

de la iglesia.

En el atrio había un niño jugueteando.

—¡Vete a buscarme un coche!

El niño salió disparado por la calle de los

Quatre—Vents; entonces quedaron solos unos minutos,

frente a frente y un poco confusos.

—¡Ah! ¡León!... Verdaderamente..., no sé... si

debo...

Ella estaba melindrosa. Después, en un tono

serio:

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