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Madame Bovary

el celibato de los sacerdotes.

—Porque —decía el farmacéutico— ¡no es natural

que un hombre se arregle sin mujeres!, se han

visto crímenes...

—Pero ¡caramba! ———exclamó el eclesiástico

—, ¿cómo quiere usted que un individuo casado

sea capaz de guardar, por ejemplo, el secreto de la

confesión?

Homais atacó la confesión, Bournisien la defendió,

se extendió sobre las restituciones que hacía

operar. Citó diferentes anécdotas de ladrones que de

pronto se habían vuelto honrados, militares que habiéndose

acercado al tribunal de la penitencia habían

notado que se les caían las vendas de los ojos.

Había en Friburgo un ministro...

Su compañero dormía. Después, como se

ahogaba un poco en la atmósfera demasiado pesada

de la habitación, abrió la ventana lo cual despertó al

farmacéutico.

—Vamos, ¡un polvito de rapé! — le dijo—. Tómelo,

le despabilará.

En algún lugar, a lo lejos, se oían unos alaridos

ininterrumpidos.

—¿Oye usted ladrar un perro? —dijo el farmacéutico.

—Se dice que olfatean a los muertos —respondió—.

Es como las abejas: escapan de la colmena

cuando muere una persona.

Homais no hizo ninguna observación sobre

estos prejuicios, pues se había dormido.

El señor Bournisien, más robusto, continuó

algún tiempo moviendo los labios muy despacio;

después, insensiblemente, inclinó la cabeza, dejó

caer su gordo libro negro y empezó a roncar.

Estaban uno enfrente del otro, con el vien-

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