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Capítulo IV

Una noche que Carlos la escuchaba volvió a

empezar cuatro veces seguidas el mismo trozo, dejándolo

siempre con despecho, insatisfecha, mientras

que Carlos, sin notar la diferencia, exclamaba:

—¡Bravo!..., ¡muy bien!... ¿Por qué te incomodas?

¡Adelante!

—¡Pues no! ¡Me sale muy mal!, tengo los dedos

entumecidos.

Al día siguiente Carlos le pidió que le volviera

a tocar algo.

—¡Vaya, para darte gusto!

Y Carlos confesó que había perdido un poco.

Se equivocaba de pentagrama, se embarullaba; después,

parando en seco:

—¡Ea, se acabó!, tendría que tomar unas lecciones;

pero...

Se mordió los labios y añadió:

—Veinte francos por lección es demasiado

caro.

—Sí, en efecto..., un poco... —dijo Carlos con

una risita boba—. Sin embargo, creo que quizás se

conseguiría por me nos, pues hay artistas desconocidos

que muchas veces valen más que celebridades.

—Búscalos —dijo Emma.

Al día siguiente, al regresar a casa, la contempló

con una mirada pícara, y por fin no pudo

dejar de escapar esta frase:

—¡Qué tozuda eres a veces! Hoy he estado en

Barfeuchères. Bueno, pues la señora Liégeard me

ha asegurado que sus tres hijas, que están en la

Misericordia, tomaban lecciones por cincuenta sueldos

la sesión, y, además, ¡de una famosa profesora!

Emma se encogió de hombros y no volvió a abrir su

instrumento. Pero cuando pasaba cerca de él, si Bovary

estaba allí, suspiraba:

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