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Madame Bovary

la punta de los dedos, palpitante, le levantó el velo.

Pero lanzó un grito de horror que despertó a los que

dormían. Lo llevaron abajo, a la sala.

Después vino Felicidad a decir que el señor

quería un mechón de pelo de la señora.

—¡Córtelo! —replicó el boticario.

Y como ella no se atrevía, se adelantó él mismo,

con las tijeras en la mano. Temblaba tanto, que

picó la piel de las sienes en varios sitios. Por fin,

venciendo la emoción, Homais dio dos o tres grandes

tijeretazos al azar, lo cual dejó marcas blancas

en aquella hermosa cabellera negra. El farmacéutico

y el cura volvieron a sumergirse en sus ocupaciones,

no sin dormir de vez en cuando, de lo cual

se acusaban recíprocamente cada vez que volvían a

despertar. Entonces el señor Bournisien rociaba la

habitación con agua bendita y Homais echaba un

poco de cloro en el suelo.

Felicidad había tenido la precaución de poner

para ellos, sobre la cómoda, una botella de aguardiente,

un queso y un gran bizcocho. Por eso el boticario,

que no podía más, suspiró hacia las cuatro

de la mañana:

—¡La verdad es que de buena gana me tomaría

algo!

El eclesiástico no se hizo rogar; salió para ir

a decir misa, volvió, después comieron y bebieron,

bromeando un poco, sin saber por qué, animados

por esa alegría vaga que nos invade después de sesiones

de tristeza; y a la última copa, el cura dijo al

farmacéutico, dándole palmadas en el hombro:

—¡Acabaremos por entendernos!

Abajo, en el vestíbulo, encontraron a los carpinteros

que llegaban. Entonces Carlos, durante dos

horas, tuvo que soportar el suplicio del martillo que

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