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Diseño de libro Madame Bovary, portada, ilustraciones e interiores.

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Capítulo IX

ella, para no caer, se agarraba con la mano a los matojos

de alhelíes marchitos. Después atravesaba los

terrenos labrados donde se hundía, se tambaleaba y

se le enredaban sus finas botas. Su pañoleta, atada

a la cabeza, se agitaba al viento en los pastizales;

tenía miedo a los bueyes, echaba a correr; llegaba

sin aliento, con las mejillas rosadas y exhalando un

fresco perfume de savia, de verdor y de aire libre.

Rodolfo a aquella hora aún estaba durmiendo. Era

como una mañana de primavera que entraba en su

habitación.

Las cortinas amarillas a lo largo de las ventanas

dejaban pasar suavemente una pesada luz dorada.

Emma caminaba a tientas, abriendo y cerrando

los ojos, mientras que las gotas de rocío prendidas

en su pelo hacían como una aureola de topacios alrededor

de su cara. Rodolfo, riendo, la atraía hacia

él y la estrechaba contra su pecho.

Después, ella examinaba el piso, abría los cajones

de los muebles, se peinaba con el peine de

Rodolfo y se miraba en el espejo de afeitarse. A veces,

incluso, metía entre sus dientes el tubo de una

gran pipa que estaba sobre la mesa de noche, entre

limones y terrones de azúcar, al lado de una botella

de agua.

Necesitaban un buen cuarto de hora para

despedirse. Entonces Emma lloraba; hubiera querido

no abandonar nunca a Rodolfo. Algo más fuerte

que ella la empujaba hacia él, de tal modo que

un día, viéndola aparecer de improviso, él frunció el

ceño como alguien que está contrariado.

—¿Qué tienes? —dijo ella—. ¿Estás malo?

¡Háblame!

Por fin, él declaró, en tono serio, que sus visitas

iban siendo imprudentes y que ella se comprometía.

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